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—Cállate —respondió el gordo— cállate —le<br />
atenazó el cuello y apretó: pórtate bien, colabora.<br />
Cuando le reventó la blusa, <strong>La</strong>ura se sintió repentinamente<br />
cansada, ajena mientras le mordían<br />
el cuello, la lamía un lobo, le arrancaban el aire con<br />
un codo duro en el plexo solar. Un camión encima,<br />
toda el agua <strong>del</strong> mar encima, la punta de una montaña<br />
que se desprende y la aplasta. Los jadeos <strong>del</strong><br />
gordo, su saliva pastosa, la anestesiaban, la alejaban<br />
de las manos que en ese momento le subían la falda.<br />
Cientos de hormigas rojas recorriendo la tela suave<br />
de su sexo. El gordo no duró mucho, unos empellones<br />
y se derrumbó sobre ella con ternura, con sueño.<br />
Todo en silencio. El gordo se esfumó como un<br />
espejismo. <strong>La</strong>ura sentía la grasa <strong>del</strong> pavimento pegada<br />
a la espalda y a las nalgas. Se levantó, se cubrió<br />
con los restos de la blusa, recogió las fotos que la<br />
miraban desde el suelo, a la falda no le subía el cierre.<br />
Caminó hacia la luz, hacia el rumor, y entre el<br />
humo y la gente que empezaba a rodearla con asco,<br />
pudo ver la recta desordenada de tres guacamayas<br />
que atravesaban el cielo de nubes hinchadas como<br />
en los libros de catecismo.<br />
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