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las lenguas con nuestras salivas cristalinas. Le saqué<br />
el vestido por arriba, ella sacudió la cabeza cuando<br />
la tela de franela la ahogó por instantes. Era muy<br />
blanca, alta, los ojos entrecerrados, como si hubiera<br />
despertado de un sueño de siglos entre esas paredes<br />
desconchadas y la camilla oxidada. Le pasé la mano<br />
por la raja empapada, chupé mis dedos aceitados,<br />
y la obligué a besar el nuevo sabor marino de mis<br />
labios. <strong>La</strong> volteé, le doblé el torso como si fuera una<br />
muñeca de trapo, le aplasté con suavidad la cabeza<br />
contra el semicuero de la camilla. No sé por qué,<br />
pero a las flacas me gusta cogerlas por detrás, mi<br />
psicoanalista dice unas vainas de la sumisión y mi<br />
miedo a la oscuridad, para mí que a ese viejo birriondo<br />
le encanta que yo le eche estos cuentos. Le<br />
abrí un poco las piernas y se la clavé.<br />
Pero me equivoqué de hueco. Se la metí por el<br />
culo.<br />
Ella pegó un grito salvaje y se la sacó, se volteó y<br />
me pegó en la cara, un anillo grueso que tenía en el<br />
anular derecho me lastimó el pómulo.<br />
—Pero tú estás loco (tuuuuuu estás locooooooo)<br />
—gritó—. Animal (Animaaaaaal)<br />
—Me equivoqué —le dije— me equivoqué, disculpa.<br />
Pero ella seguía gritando: hijo de puta, hijo de<br />
puta, hijo de puta y yo discúlpame, de verdad, dis-<br />
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