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señores, pero y este monumento de dónde salió.<br />
Esa mirada líquida puesta sobre mi corbata Kenzo,<br />
las yuntas de alpaca compradas en Londres, el<br />
pelo negro y cortísimo, las orejas blancas, suaves,<br />
los labios un poco <strong>del</strong>gados. Qué buena está. <strong>La</strong>s<br />
tetas un poquito pequeñas, seguro que caben en mi<br />
mano como una mandarina, el vientre plano, hundido<br />
hacia el ombligo, las piernas largas, el culito<br />
parado de garza regalada.<br />
—Perdón, ¿la señorita es?<br />
—Su hija, doctor. No lo veo nada bien, se despierta<br />
ahogado en las noches, se desmaya, como si<br />
no respirara por un rato. Yo lo veo muy mal.<br />
Y tienes razón, querida. Este viejo ya está llenando<br />
el plan de vuelo.<br />
—Déjeme examinarlo. —Claro que todo fue para<br />
impresionarla. En eso yo soy un as, el Meteoro de<br />
la tecnología médica. Para nada, la verdad, porque<br />
los soplos <strong>del</strong> viejo se escuchaban desde el escritorio,<br />
de dónde también podía ver de reojo el tronco<br />
de los muslos de la ninfa protegidos por el vestido<br />
entallado de flores. Pero igual le tomé el pulso, yo<br />
mismo le tomé la tensión con una dedicación que<br />
olvídate de José Gregorio Hernández, lo ausculté<br />
concienzudamente, encharcados los dos pulmones,<br />
este viejo debe ser medio anfibio para respirar con<br />
los dos piquitos de pulmón que le quedaban sal-<br />
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