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—Cuéntame de los Carvallo, Péndulo.<br />
—Desolados.<br />
—¿<strong>La</strong>s ventas de trofeos? ¿Qué hemos sacado de<br />
las ventas de medallas?<br />
—Una lista.<br />
—Adiós, Péndulo, que duermas bien.<br />
Caminó hacia el edificio de tres pisos donde había<br />
vivido por cinco años. «Hogar», masculló entre<br />
dientes. Abrió la puerta con la llave que aún llevaba<br />
consigo y caminó hacia el cuarto donde <strong>La</strong>ura lo<br />
esperaba en silencio.<br />
—Cuando venía hacia acá recordé tu pequeño<br />
defecto congénito, <strong>La</strong>ura, la ausencia de lágrimas.<br />
¿Todavía usas de las artificiales?<br />
—Sí.<br />
—Y cuando lloras, ¿cómo haces?<br />
—Para llorar las lágrimas son lo de menos, Euclides.<br />
—Es probable, pienso en Ana Carvallo, otra que<br />
no va llorar nunca más, ¿verdad, <strong>La</strong>ura?<br />
—¿Qué sabes tú de eso, Euclides? —le preguntó<br />
<strong>La</strong>ura quedamente.<br />
—Poco, muy poco: sé que se revolcaban, conozco<br />
de tu afición por las heridas punzantes, me imagino<br />
que tu psicoanalista tendrá algo que decir de todo<br />
esto.<br />
—No metas mi análisis en esta vaina.<br />
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