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la caída <strong>del</strong> sol y amanece repartiéndolo en el Flames.<br />
III<br />
<strong>La</strong> tristeza invadió a Smith como cada tarde.<br />
Una suave parálisis que ascendía por sus vasos desde<br />
la tierra como una savia lechosa, densa. Llamó<br />
a la oficina: nada se sabía de Péndulo. Luego llamó<br />
a <strong>La</strong>ura, la invitó a almorzar, ella se negó. Smith<br />
adivinó su gesto cansado al otro lado de la línea, el<br />
odio reposado con que lo trataba desde hacía ocho<br />
años, el gesto de la fiera que aún lame sus heridas.<br />
En qué punto se fue todo al carajo, cuándo se hicieron<br />
insorpotables los ruidos de cada mañana al<br />
cepillarse los dientes, las canciones de Zitarrosa<br />
compartidas, las noches en que Smith buscaba a<br />
<strong>La</strong>ura en la escuela de Periodismo y se encerraban<br />
en su cuartucho alquilado de <strong>La</strong> Can<strong>del</strong>aria, cómo<br />
había alisado esa <strong>piel</strong>, cuántas veces había lamido su<br />
barbilla, mordido su cuello de cisne, dónde quedó la<br />
ternura con que la levantaba entre sus brazos mientras<br />
ella gritaba como loca, penetrada y feliz.<br />
—Siempre me extrañaron tus gustos, Euclides,<br />
un hombre de derechas que escucha la música de<br />
nuestra juventud, en París, sesentayocho.<br />
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