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Van Vogt, Alfred. E - Slan.pdf

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del techo que se perdían en la distancia no era tan brillante como antes. El polvo las<br />

oscurecía.<br />

Cross se agachó en medio de la penumbra y pasó los dedos por el suelo. Una suave y<br />

espesa alfombra de polvo lo cubría. Buscó por si encontraba huellas que detonasen que<br />

el corredor había sido recientemente utilizado, pero sólo pudo sentir la capa de polvo, de<br />

una pulgada por lo menos de espesor, acumulado durante muchos años.<br />

Incontables años habían transcurrido desde que aquella orden con sus amenazas<br />

había sido fijada allí, pero ahora el peligro era más real. Los seres humanos sabrían<br />

dónde buscar la entrada secreta. Antes de que la descubriesen él tenía, retando toda la<br />

ley slan, que penetrar en el palacio y llegar a Kier Gray.<br />

Aquel era un mundo de tinieblas y silencio, los dedos asfixiadores del polvo habían<br />

agarrado la garganta de Cross y, curiosa paradoja, lo cosquilleaban en lugar de ahogarlo.<br />

Cruzó puertas y corredores, y grandes habitaciones majestuosas.<br />

Súbitamente oyó un ruido metálico detrás de él. Dando rápidamente la vuelta vio una<br />

enorme puerta que saliendo del suelo creaba detrás de él un sólido y reluciente muro de<br />

metal. Permaneció completamente inmóvil y durante un momento fue una máquina<br />

sensitiva que recibía impresiones. El largo y estrecho corredor terminaba allí mismo,<br />

cubierto por la muelle capa de polvo y débilmente iluminado. En medio del silencio oyó<br />

otro ruido metálico y vio que las paredes empezaban a moverse con un ligero crujido,<br />

avanzando lentamente hacia él, acortando la distancia entre ellas.<br />

Automáticamente, dedujo, porque no había ni el menor indicio de pensamiento<br />

tentacular en alguna parte. Examinó fríamente las posibilidades de aquella trampa y<br />

descubrió que en cada una de las paredes había un hueco. Un hueco de unos dos metros<br />

de altura, suficiente para albergar un cuerpo humano cuyo contorno estaba horadado en<br />

los huecos.<br />

Cross se estremeció. Dentro de pocos minutos las dos paredes se habrían juntado y el<br />

único espacio que le quedaba eran aquellos dos huecos con forma de cuerpo humano<br />

que se juntarían. ¡Bonita trampa!<br />

Cierto era que la energía atómica de la sortija podía desintegrar el metal y abrirle un<br />

sendero a través de la pared o la puerta, pero su propósito requería que la trampa en que<br />

había caído produjese su resultado... hasta cierto punto. Examinó los huecos más<br />

detenidamente. Esta vez la sortija lanzó dos furiosos destellos disolviendo las esposas<br />

que esperaban al desgraciado y un espacio suficiente para darle libertad de<br />

movimientos...<br />

Cuando los muros estaban a un pie de distancia, en el suelo de la prisión se abrió una<br />

rendija de diez centímetros y por ella cayó la montaña de polvo. Pocos, minutos después<br />

las dos paredes se juntaron con un ruido metálico.<br />

¡Un momento de silencio! Después la maquinaria zumbó débilmente y se produjo un<br />

rápido movimiento ascendente que continuó durante algunos minutos, se moderó y<br />

finalmente se detuvo. Pero la maquinaria seguía zumbando a su alrededor. Otro minuto y<br />

el cubículo en el cual se encontraba empezó a girar lentamente. Ante su rostro apareció<br />

una rendija, que fue ensanchándose hasta formar un agujero rectangular a través del cual<br />

pudo ver una habitación.<br />

La maquinaria dejó de zumbar. Reinó de nuevo el silencio mientras Cross examinaba la<br />

habitación. En el centro del reluciente suelo había una mesa y las paredes estaban<br />

tapizadas de nogal. Algunas sillas, unos archivos y una biblioteca que iba del suelo al<br />

techo completaban lo que podía ver de aquella habitación de aspecto oficinal.<br />

Sonaron pasos. El hombre que entró cerrando la puerta tras él era de una corpulencia<br />

magnifica, las sienes grises, algunas arrugas delatoras de la edad en la frente. Pero no<br />

había nadie en el mundo incapaz de reconocer aquel rostro delgado, aquellos ojos<br />

penetrantes, la rudeza y severidad indeleblemente impresas en las aletas de la nariz y en<br />

las mandíbulas. Era un rostro demasiado duro demasiado decidido para resultar

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