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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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Con pies calientes y pensamientos calientes corro yo hacia donde el viento está tranquilo, ‐ hacia el<br />

rincón soleado de mi monte de los olivos.<br />

Allí me río de mi severo huésped, y hasta le estoy agradecido porque me expulsa de casa las moscas y<br />

hace callar muchos pequeños ruidos.<br />

Él no soporta, en efecto, que se ponga a cantar un solo mosquito, y mucho menos dos; incluso a la calleja<br />

la deja tan solitaria que la luna tiene miedo de penetrar en ella por la noche.<br />

Es un huésped duro, ‐ pero yo lo honro, y no rezo, como los delicados, al panzudo ídolo del fuego. ¡Es<br />

preferible dar un poco diente con diente que adorar ídolos! ‐ así lo quiere mi modo de ser. Y soy<br />

especialmente hostil a todos los ardorosos, humeantes y enmohecidos ídolos del fuego.<br />

A quien yo amo, lo amo mejor en el invierno que en el verano; y ahora me burlo de mis enemigos, y lo<br />

hago más cordialmente desde que el invierno se ha asentado en mi casa. Cordialmente en verdad,<br />

incluso cuando me arrastro a la cama ‐: allí continúa riendo y gallardeando mi encogida felicidad; incluso<br />

mis sueños embusteros se ríen.<br />

¿Yo uno ‐ que se arrastra? Jamás me he arrastrado en mi vida ante los poderosos; y si alguna vez mentí,<br />

mentí por amor. Por ello estoy contento incluso en la cama de invierno.<br />

Una cama sencilla me calienta más que una cama rica, pues estoy celoso de mi pobreza. Y en invierno es<br />

cuando ella más fiel me es. Con una maldad comienzo cada día, con un baño frío me burlo del invierno:<br />

eso hace gruñir a mi severo amigo de casa. También me gusta hacerle cosquillas con una velita de<br />

cera: para que permita por fin que el cielo salga de un crepúsculo ceniciento.<br />

Especialmente maligno soy, ciertamente, por la mañana: a una hora temprana, cuando el cubo rechina<br />

en el pozo y los caballos relinchan por las grises callejas: ‐ aguardo impaciente a que acabe de levantarse<br />

el cielo luminoso, el cielo invernal de barbas de nieve, el anciano de blanca cabeza, ‐ ¡el cielo invernal,<br />

callado, que a menudo guarda en secreto incluso su sol!<br />

¿Acaso de él he aprendido yo el prolongado y luminoso callar? ¿O lo ha aprendido él de mí? ¿O acaso<br />

cada uno de nosotros lo ha inventado por sí solo? El origen de todas las cosas buenas es de mil formas<br />

diferentes, ‐ todas las cosas buenas y petulantes saltan de placer a la existencia: ¡cómo iban a hacerlo<br />

tan sólo ‐ una sola vez!<br />

Una cosa buena y petulante es también el largo silencio y el mirar, lo mismo que el cielo invernal, desde<br />

un rostro luminoso de ojos redondos: ‐ como él, guardar en secreto el propio sol y la propia indómita<br />

voluntad solar: ¡en verdad, ese arte y esa invernal petulancia los he aprendido bien!<br />

Mi maldad y mi arte más queridos están en que mi silencio haya aprendido a no delatarse por el callar.<br />

Haciendo ruido con palabras y con dados consigo yo engañar a mis solemnes guardianes: a todos esos<br />

severos espías deben escabullírseles mi voluntad y mi finalidad. Para que nadie hunda su mirada en mi<br />

fondo y en mi voluntad última, ‐ para ello me he inventado el prolongado y luminoso callar.<br />

Así he encontrado a más de una persona inteligente: se cubría el rostro con velos y enturbiaba su agua<br />

para que nadie pudiera verla a través de aquéllos y hacia abajo de ésta.<br />

Pero cabalmente a él acudían hombres desconfiados y cascanueces aún más inteligentes: ¡cabalmente a<br />

él le pescaban su pez más escondido!<br />

Pero los luminosos, los bravos, los transparentes ‐ ésos son para mí los más inteligentes de todos los que<br />

callan: su fondo es tan profundo que ni siquiera el agua más clara – lo traiciona. –

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