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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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¡Bien! ¡Seamos otra vez buenos y tengamos buen humor! Y aunque Zaratustra mire con malos ojos ‐<br />

¡vedlo!, está enojado conmigo ‐antes de que la noche llegue aprenderá de nuevo a amarme y a<br />

alabarme, pues no puede vivir mucho tiempo sin cometer tales tonterías.<br />

Él ‐ ama a sus enemigos: de ese arte entiende mejor que ninguno de los que yo he visto. Pero de ello se<br />

venga ‐ ¡en sus amigos!»<br />

Así habló el viejo mago, y los hombres superiores le aplaudieron: de modo que Zaratustra dio una vuelta<br />

y fue estrechando, con maldad y amor, la mano a sus amigos, ‐ como uno que tiene que reparar algo y<br />

excusarse con todos. Y cuando, haciendo esto, llegó a la puerta de su caverna, he aquí que tuvo deseos<br />

de salir de nuevo al aire puro de fuera y a sus animales, ‐ y se escabulló fuera.<br />

Entre hijas del desierto<br />

1<br />

«¡No te vayas!, dijo entonces el caminante que se llamaba a sí mismo la sombra de Zaratustra, quédate<br />

con nosotros545, de lo contrario podría volver a acometernos la vieja y sorda tribulación.<br />

Ya el viejo mago nos ha prodigado sus peores cosas, y mira, el buen papa piadoso tiene lágrimas en los<br />

ojos y ha vuelto a embarcarse totalmente en el mar de la melancolía.<br />

Estos reyes, sin duda, siguen poniendo ante nosotros buena cara: ¡esto es lo que ellos, en efecto, mejor<br />

han aprendido hoy de todos nosotros! Mas si no tuvieran testigos, apuesto a que también en ellos<br />

recomenzaría el juego malvado ‐ ¡el juego malvado de las nubes errantes, de la húmeda melancolía, de<br />

los cielos cubiertos, de los soles robados, de los rugientes vientos de otoño! ‐ el juego malvado de<br />

nuestro rugir y gritar pidiendo socorro: ¡quédate con nosotros, oh Zaratustra! ¡Aquí hay mucha miseria<br />

oculta que quiere hablar, mucho atardecer, mucha nube, mucho aire enrarecido!<br />

Tú nos has alimentado con fuertes alimentos para hombres y con sentencias vigorosas: ¡no permitas<br />

que, para postre, nos acometan de nuevo los espíritus blandos y femeninos!<br />

¡Tú eres el único que vuelves fuerte y claro el aire a tu alrededor! ¿He encontrado yo nunca en la tierra<br />

un aire tan puro como junto a ti, en tu caverna?<br />

Muchos países he visto, mi nariz ha aprendido a examinar y enjuiciar aires de muchas clases: ¡mas en tu<br />

casa es donde mis narices saborean su máximo placer!<br />

A no ser que, ‐ a no ser que ‐, ¡oh, perdóname un viejo recuerdo! Perdóname una vieja canción de<br />

sobremesa que compuse una vez hallándome entre hijas del desierto: ‐ junto a las cuales, en efecto,<br />

había un aire igualmente puro, luminoso, oriental; ¡allí fue donde más alejado estuve yo de la nubosa,<br />

húmeda, melancólica Europa vieja!<br />

Entonces amaba yo a tales muchachas de Oriente y otros azules reinos celestiales, sobre los que no<br />

penden nubes ni pensamientos.<br />

No podréis creer de qué modo tan gracioso se estaban sentadas, cuando no bailaban, profundas, pero<br />

sin pensamientos, como pequeños misterios, como enigmas engalanados con cintas, como nueces de<br />

sobremesa ‐multicolores y extrañas, ¡en verdad!, pero sin nubes: enigmas que se dejan adivinar: por<br />

amor a tales muchachas compuse yo entonces un salmo de sobremesa.»<br />

Así habló el viajero y sombra; y antes de que alguien le respondiese había tomado ya el arpa del viejo<br />

mago ‐ y cruzado las piernas; entonces miró, tranquilo y sabio, a su alrededor: ‐ y con las narices aspiró

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