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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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Y ésta es la palabra que digo todavía a los derribadores de estatuas. Sin duda la tontería más grande es<br />

arrojar sal al mar y estatuas al fango.<br />

En el fango de vuestro desprecio yacía la estatua: ¡pero su ley es precisamente que el desprecio haga<br />

renacer en ella vida y viviente belleza!<br />

Con rasgos divinos se yergue ahora, y con la seducción propia de los que sufren; y ¡en verdad!, ¡incluso<br />

os dará las gracias por haberla derribado, derribadores!<br />

Éste es el consejo que doy a los reyes y a las Iglesias y a todo lo que es débil por edad y por virtud ‐<br />

¡dejaos derribar! ¡Para que vosotros volváis a la vida, y para que vuelva a vosotros ‐ la virtud!<br />

‐ Así hablé yo ante el perro de fuego: entonces él me interrumpió gruñendo y preguntó: «¿Iglesia? ¿Qué<br />

es eso?»<br />

¿Iglesia?, respondí yo, eso es una especie de Estado, y, ciertamente, la especie más embustera de todas.<br />

¡Mas cállate, perro hipócrita! ¡Tú conoces perfectamente sin duda tu especie!<br />

Lo mismo que tú, es el Estado un perro hipócrita; lo mismo que a ti, gústale a él hablar con humo y<br />

aullidos, ‐ para hacer creer, como tú, que habla desde el vientre de las cosas.<br />

Pues él, el Estado, quiere ser a toda costa el animal más importante en la tierra; y también esto se lo cree<br />

a él la gente.<br />

– Cuando hube dicho esto, el perro de fuego hizo gestos como si se hubiera vuelto loco de envidia.<br />

«¿Cómo?, gritó, ¿el animal más importante en la tierra? ¿Y también esto se lo cree a él la gente?» Y<br />

tanto fue el vapor y tantas las horribles voces que de su garganta salieron que yo pensé que iba a<br />

asfixiarse de rabia y de envidia.<br />

Por fin se calmó, y su jadeo fue disminuyendo; pero tan pronto como estuvo callado, dije yo riendo:<br />

«Te enojas, perro de fuego: ¡así, pues, tengo razón en lo que he dicho sobre ti! Y para seguir teniéndola,<br />

oye algo de otro perro de fuego: éste habla verdaderamente desde el corazón de la tierra.<br />

Oro sale de su boca al respirar, y lluvia de oro: así lo quiere su corazón. ¡Qué le importan a él la ceniza y<br />

el humo y el légamo caliente!<br />

La risa sale revoloteando de él como una nube multicolor; ¡desdeña el gargareo y los escupitajos y el<br />

retortijón de tus entrañas!<br />

Pero el oro y la risa ‐ los toma del corazón de la tierra: pues, para que lo sepas, ‐ el corazón de la tierra es<br />

de oro.»<br />

Cuando el perro de fuego oyó esto, no soportó el seguir escuchándome. Avergonzado escondió el rabo<br />

entre las piernas, dijo ¡guau!, ¡guau! con voz abatida y se sumergió, arrastrándose, en su caverna.<br />

‐Esto es lo que Zaratustra contó. Mas sus discípulos apenas le escuchaban: tan grande era su deseo de<br />

contarle la historia de los marineros, los conejos y el hombre volador.<br />

«¡Qué debo pensar de todo esto!, dijo Zaratustra. ¿Soy yo acaso un fantasma? Habrá sido mi sombra.<br />

¿Habéis oído ya algo del caminante y su sombra? Una cosa es segura: tengo que atarla corta, ‐ pues de lo<br />

contrario perjudicará mi reputación.»<br />

Y de nuevo movió Zaratustra la cabeza y se maravilló: «¡Qué debo pensar de todo esto!», volvió a decir.

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