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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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« ‐ Excepto uno, al cual yo amo todavía más, respondió el mendigo voluntario. ¡Tú mismo eres bueno, y<br />

mejor incluso que una vaca, oh Zaratustra!»<br />

«¡Vete, vete!, ¡vil adulador!, gritó Zaratustra con malignidad, ¿por qué me corrompes con esa alabanza y<br />

con miel de adulaciones?»<br />

«¡Vete, vete!», volvió a gritar, y blandió el bastón hacia el tierno mendigo: pero éste escapó a toda prisa.<br />

La sombras<br />

Mas apenas acababa de irse el mendigo voluntario y volvía Zaratustra a estar solo consigo mismo cuando<br />

oyó a su espalda una nueva voz: ésta gritaba «¡Alto! ¡Zaratustra!<br />

¡Aguarda! ¡Soy yo, oh Zaratustra, yo, tu sombra!» Pero Zaratustra no aguardó, pues un fastidio repentino<br />

se apoderó de él a causa de la gran muchedumbre y gentío que en sus montañas había.<br />

«¿Dónde se ha ido mi soledad?, dijo. Me estoy hartando, en verdad; estas montañas pululan de gente,<br />

mi reino no es ya de este mundo, necesito nuevas montañas.<br />

¿Mi sombra me llama? ¡Qué importa mi sombra! ¡Que corra detrás de mí!, yo – escapo de ella.»<br />

Así habló Zaratustra a su corazón y escapó de allí. Mas aquel que se encontraba detrás de él lo seguía: de<br />

modo que muy pronto hubo tres que corrían uno detrás de otro, a saber, delante el mendigo voluntario,<br />

luego Zaratustra y en tercero y último lugar su sombra.<br />

Pero no hacía mucho que corrían de ese modo cuando Zaratustra cayó en la cuenta de su tontería y con<br />

una sacudida arrojó de sí su fastidio y su disgusto.<br />

«¡Cómo!, dijo, ¿no han ocurrido desde siempre las cosas más ridículas entre nosotros los viejos eremitas<br />

y santos? ¡En verdad, mi tontería ha crecido mucho en las montañas!<br />

¡Y ahora oigo tabletear, una detrás de otra, seis viejas piernas de necios! ¿Le es lícito a Zaratustra tener<br />

miedo de una sombra? También me parece, a fin de cuentas, que ella tiene piernas más largas que yo.»<br />

Así habló Zaratustra, riendo con los ojos y con las entrañas, se detuvo y volvióse con rapidez ‐ y he aquí<br />

que al hacerlo casi arrojó al suelo a su seguidor y sombra: tan pegada iba ésta a sus talones, y tan débil<br />

era. Mas cuando la examinó con los ojos se espantó como si se le apareciese de repente un fantasma:<br />

tan flaco, negruzco, hueco y anticuado era el aspecto de su seguidor.<br />

«¿Quién eres?, preguntó Zaratustra con vehemencia, ¿qué haces aquí? ¿Y por qué te llamas a ti mismo<br />

mi sombra? No me gustas.»<br />

«Perdóname, respondió la sombra, que sea yo; y si no te gusto, bien, ¡oh Zaratustra!, en eso te alabo a ti<br />

y a tu buen gusto. Un caminante soy que ha andado ya mucho detrás de tus talones: siempre en camino,<br />

pero sin una meta, también sin un hogar: de modo que, en verdad, poco me falta para ser el judío<br />

eterno, excepto que no soy eterno ni tampoco judío.<br />

¿Cómo? ¿Tengo que continuar caminando siempre? ¿Agitado, errante, arrastrado lejos por todos los<br />

vientos? ¡Oh tierra, para mí te has vuelto demasiado redonda! En todas las superficies he estado ya<br />

sentado, en espejos y cristales de ventanas me he dormido, semejante a polvo cansado: todas las cosas<br />

toman algo de mí, ninguna me da nada, yo adelgazo, ‐ casi me parezco a una sombra.

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