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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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También contra mí te pongo en guardia. Tú has adivinado mi mejor, mi peor enigma, a mí mismo y lo<br />

que yo había hecho. Yo conozco el hacha que te derriba.<br />

Pero Él ‐ tenía que morir: miraba con unos ojos que lo veían todo, ‐ veía las profundidades y las honduras<br />

del hombre, toda la encubierta ignominia y fealdad de éste.<br />

Su compasión carecía de pudor: penetraba arrastrándose hasta mis rincones más sucios. Ese máximo<br />

curioso, superindiscreto, super‐compasivo, tenía que morir.<br />

Me veía siempre: de tal testigo quise vengarme ‐ o dejar de vivir. El Dios que veía todo, también al<br />

hombre: ¡ese Dios tenía que morir! El hombre no soportaque tal testigo viva.»<br />

Así habló el más feo de los hombres. Y Zaratustra se levantó y se dispuso a irse: pues estaba aterido<br />

hasta las entrañas.<br />

«Tú, inexpresable, dijo, me has puesto en guardia contra tu camino. Para agradecértelo voy a alabarte<br />

los míos. Mira, allá arriba está la caverna de Zaratustra.<br />

Mi caverna es grande y profunda y tiene muchos rincones; allí encuentra su escondrijo el más escondido<br />

de los hombres. Y junto a ella hay cien agujeros y hendiduras para los animales que se arrastran, que<br />

revolotean y que saltan.<br />

Tú, expulsado que te has expulsado a ti mismo, ¿no quieres vivir en medio de los hombres y de la<br />

compasión humana? ¡Bien, obra como yo! Así aprenderás también de mí; sólo obrando se aprende.<br />

¡Y ante todo y sobre todo, habla con mis animales! El animal más orgulloso y el animal más inteligente ‐<br />

¡ellos son sin duda los adecuados consejeros para nosotros dos!»<br />

Así habló Zaratustra y siguió sus caminos, aún más pensativo y lento que antes: pues se hacía muchas<br />

preguntas a sí mismo y no le era fácil darse respuesta.<br />

«¡Qué pobre es el hombre!, pensaba en su corazón, ¡qué feo, qué resollante, qué lleno de secreta<br />

vergüenza!<br />

Me dicen que el hombre se ama a sí mismo: ¡ay, qué grande tiene que ser ese amor a sí mismo! ¡Cuánto<br />

desprecio tiene en su contra!<br />

También ése de ahí se amaba a sí mismo tanto como se despreciaba, ‐ para mí es alguien que ama<br />

mucho y que desprecia mucho.<br />

A nadie encontré todavía que se despreciase más profundamente: también esto es altura. Ay, ¿acaso era<br />

ése el hombre superior, cuyo grito oí? Yo amo a los grandes despreciadores. Pero el hombre es algo que<br />

tiene que ser superado.»<br />

El mendigo voluntario<br />

Cuando Zaratustra hubo dejado al más feo de los hombres tuvo frío y se sintió solo: por su ánimo<br />

cruzaban, en efecto, muchos pensamientos fríos y solitarios, de modo que por este motivo también sus<br />

miembros se enfriaron más. Pero mientras continuaba su camino, subiendo, bajando, pasando unas<br />

veces al lado de verdes prados, pero también por barrancos salvajes y pedregosos, donde en otro<br />

tiempo, sin duda, un impaciente arroyo había tendido su lecho: de pronto sus pensamientos comenzaron<br />

a volverse más cálidos y cordiales.

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