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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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quiera que seas o quieras ser, oh Zaratustra, lo has sido ya mucho tiempo aquí arriba, ‐ ¡dentro de poco<br />

no estará ya tu barca en seco!» ‐ «¿Es que yo estoy en seco?»450, preguntó Zaratustra riendo. ‐ «Las olas<br />

en torno a tu montaña, respondió el adivino, suben cada vez más, las olas de la gran necesidad y<br />

tribulación pronto levantarán también tu barca y te llevarán lejos de aquí».<br />

– Zaratustra calló al oír esto y se maravilló. ‐ «¿No oyes todavía nada?, continuó diciendo el adivino: ¿no<br />

suben de la profundidad un fragor y un rugido?»<br />

‐ Zaratustra siguió callado y escuchó: entonces oyó un grito largo, largo, que los abismos se lanzaban<br />

unos a otros y se devolvían, pues ninguno quería retenerlo: tan funestamente resonaba.<br />

«Tú, perverso adivino, dijo finalmente Zaratustra, eso es un grito de socorro y un grito de hombre, y sin<br />

duda viene de un negro mar. ¡Mas qué me importan las necesidades de los hombres! Mi último pecado,<br />

que me ha sido reservado para el final, ‐ ¿sabes tú acaso cómo se llama?»<br />

‐ «¡Compasión!, respondió el adivino con el corazón rebosante, y alzó las dos manos ‐ ¡oh Zaratustra, yo<br />

vengo para seducirte a cometer tu último pecado!» ‐Y apenas habían sido dichas estas palabras retumbó<br />

de nuevo el grito, más largo y angustioso que antes, también mucho más cercano ya. «¿Oyes? ¿Oyes,<br />

Zaratustra?, exclamó el adivino, ese grito es para ti, a ti es a quien llama: ¡ven, ven, ven, es tiempo, ya ha<br />

llegado la hora!»<br />

Zaratustra callaba, desconcertado y trastornado; finalmente preguntó, como quien vacila en su interior:<br />

«¿Y quién es el que allí me llama?»<br />

«Tú lo sabes bien, respondió con violencia el adivino ¿por qué te escondes? ¡El hombre superior es quien<br />

grita llamándote!»<br />

«¿El hombre superior?, gritó Zaratustra horrorizado: ¿qué quiere ése? ¿Qué quiere ése? ¡El hombre<br />

superior! ¿Qué quiere aquí ése?» ‐ y su piel se cubrió de sudor.<br />

Pero el adivino no respondió a la angustia de Zaratustra, sino que siguió escuchando hacia la<br />

profundidad. Y cuando se hizo allí un largo silencio, volvió su vista atrás y vio a Zaratustra de pie y<br />

temblando.<br />

«Oh Zaratustra, empezó a decir con triste voz, no estás ahí como alguien a quien su felicidad le hace dar<br />

vueltas: ¡tendrás que bailar si no quieres caerte al suelo!<br />

Pero aunque quisieras bailar y ejecutar todas tus piruetas delante de mí: a nadie le sería lícito decirme:<br />

“Mira, ¡ahí baila el último hombre alegre!”<br />

En vano vendría hasta esta altura uno que buscase aquí a ese hombre: encontraría sin duda cavernas, y<br />

otras cavernas detrás de las primeras, y escondrijos para gente escondida, mas no pozos de felicidad ni<br />

tesoros ni filones vírgenes del oro de la felicidad.<br />

Felicidad ‐ ¡cómo encontrar felicidad entre tales sepultados y tales eremitas! ¿Tengo que buscar todavía<br />

la última felicidad en islas afortunadas y a lo lejos entre mares olvidados?<br />

¡Pero todo es idéntico, nada merece la pena, de nada sirve buscar, ya no hay tampoco islas<br />

afortunadas!»<br />

Así dijo el adivino suspirando; mas al oír su último suspiro Zaratustra recobró su lucidez y su seguridad,<br />

como uno que sale desde un profundo abismo a la luz. «¡No! ¡No! ¡Tres veces no!, exclamó con fuerte<br />

voz y se acarició la barba ‐ ¡De eso sé yo más que tú! ¡Todavía existen islas afortunadas! ¡Calla tú de eso,<br />

suspirante saco de aflicciones!

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