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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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Una claridad de medianoche me rodeaba constantemente, la soledad se había acurrucado junto a ella; y,<br />

como tercera cosa, un mortal silencio lleno de resuellos, el peor de mis amigos.<br />

Yo llevaba llaves, las más herrumbrosas de las llaves; y entendía de abrir con ellas la más chirriante de<br />

todas las puertas.<br />

Semejante a irritado graznido de cornejas corría el sonido por los largos corredores cuando las hojas de<br />

la puerta se abrían: hostilmente chillaba aquel pájaro, no le gustaba ser despertado.<br />

Pero más espantoso era todavía y más oprimía el corazón cuando de nuevo se hacía el silencio y<br />

alrededor enmudecía todo y yo estaba sentado solo en medio de aquel pérfido callar.<br />

Así se me iba y se me escapaba el tiempo, si es que tiempo había todavía: ¡qué sé yo de ello! Pero<br />

finalmente ocurrió algo que me despertó.<br />

Por tres veces resonaron en la puerta golpes como truenos, y por tres veces las bóvedas repitieron el eco<br />

aullando: yo marché entonces hacia la puerta.<br />

¡Alpa!, exclamé, ¿quién trae su ceniza a la montaña? ¡Alpa! ¡Alpa! ¿Quién trae su ceniza a la montaña?<br />

Y metí la llave y empujé la puerta y forcejeé. Pero no se abrió ni lo ancho de un dedo: Entonces un viento<br />

rugiente abrió con violencia sus hojas: y entre agudos silbidos y chirridos arrojó hacia mí un negro ataúd:<br />

Y en medio del rugir, silbar y chirriar, el ataúd se hizo pedazos y escupió miles de carcajadas diferentes.<br />

Y desde mil grotescas figuras de niños, ángeles, lechuzas, necios y mariposas grandes como niños algo se<br />

rió y se burló de mí y rugió contra mí.<br />

Un espanto horroroso se apoderó de mí: me arrojó al suelo. Y yo grité de horror como jamás había<br />

gritado.<br />

Pero mi propio grito me despertó: ‐ y volví en mí. ‐ Así contó Zaratustra su sueño, y luego calló: pues aún<br />

no sabía la interpretación de su sueño. Pero el discípulo al que él más amaba252 se levantó con presteza,<br />

tomó la mano de Zaratustra y dijo:<br />

«¡Tu vida misma nos da la interpretación de ese sueño, Zaratustra! ¿No eres tú mismo el viento de<br />

chirriantes silbidos que arranca las puertas de los castillos de la muerte? ¿No eres tú mismo el ataúd<br />

lleno de maldades multicolores y de grotescas figuras angelicales de la vida? En verdad, semejante a mil<br />

infantiles carcajadas diferentes penetra Zaratustra en todas las cámaras mortuorias, riéndose de esos<br />

guardianes nocturnos y vigilantes de tumbas, y de todos los que hacen ruido con sombrías llaves.<br />

Tú los espantarás y derribarás con tus carcajadas; su desmayarse y su volver en sí demostrarán tu poder<br />

sobre ellos. Y aunque vengan el largo crepúsculo y la fatiga mortal, en nuestro cielo tú no te hundirás<br />

en el ocaso, ¡tú, abogado de la vida!<br />

Nuevas estrellas nos has hecho ver, y nuevas magnificencias nocturnas; en verdad, la risa misma la has<br />

extendido como una tienda multicolor sobre nosotros. Desde ahora brotarán siempre risas infantiles de<br />

los ataúdes; desde ahora un viento fuerte vencerá siempre a toda fatiga mortal: ¡de esto eres tú mismo<br />

para nosotros garante y adivino!<br />

En verdad, con ellos mismos has soñado, con tus enemigos: ¡éste fue tu sueño más difícil! ¡Mas así como<br />

te despertaste de entre ellos y volviste en ti, así también ellos deben despertar de sí mismos ‐ ¡y volver a<br />

ti!»<br />

‐ Así dijo aquel discípulo; y todos los demás se arrimaron entonces a Zaratustra y le tomaron de las<br />

manos y querían persuadirle a que abandonase el lecho y la tristeza y retornase a ellos. Mas Zaratustra<br />

permaneció sentado en su lecho, rígido y con una mirada extraña. Como alguien que retorna a casa<br />

desde un remoto país extranjero, así miraba él a sus discípulos y examinaba sus rostros; y aún no los

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