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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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El más feo de los hombres<br />

Y de nuevo corrieron los pies de Zaratustra por montañas y bosques, y sus ojos buscaron y buscaron,<br />

mas en ningún lugar pudieron ver a aquel a quien querían ver, al gran necesitado que gritaba pidiendo<br />

socorro. Durante todo el camino, sin embargo, se regocijaba en su corazón y estaba agradecido. «¡Qué<br />

buenas cosas, decía, me ha regalado este día para compensarme de haber comenzado mal! ¡Qué<br />

extraños interlocutores he encontrado!<br />

Quiero rumiar durante largo tiempo sus palabras, como si fueran buenos granos; ¡mis dientes deberán<br />

desmenuzarlas y molerlas hasta que fluyan a mi alma como leche!»<br />

Mas cuando el camino volvió a girar en torno a una roca, el paisaje se transformó de repente y Zaratustra<br />

penetró en un reino de muerte. En él peñascos negros y rojos miraban rígidos hacia arriba: ni una brizna<br />

de hierba, ni un árbol, ni el canto de un pájaro. Era, en efecto, un valle que todos los animales evitaban,<br />

incluso los animales de rapiña; sólo una especie de serpientes feas, gordas, verdes, cuando se volvían<br />

viejas, iban allí a morir.<br />

Por esto los pastores llamaban a este valle: Muerte de la Serpiente. Zaratustra se sumergió en un negro<br />

recuerdo, pues le parecía que él había estado ya una vez en aquel valle. Y muchas cosas pesadas<br />

oprimieron su ánimo: de modo que comenzó a caminar cada vez más lentamente, hasta que por fin se<br />

detuvo. Entonces, al abrir los ojos, vio algo que se hallaba sentado junto al camino, algo que tenía una<br />

figura como de hombre, pero que apenas lo parecía, algo inexpresable. Y de golpe se apoderó de<br />

Zaratustra una gran vergüenza por haber visto con sus ojos algo así: enrojeciendo hasta la raíz de sus<br />

blancos cabellos apartó la vista y levantó el pie para abandonar aquel triste lugar. En ese instante aquel<br />

muerto desierto produjo un ruido: del suelo, en efecto, salía un gorgoteo y un resuello487 como los que<br />

hace el agua por la noche en tuberías atrancadas; y por fin surgió de allí una voz humana y unas palabras<br />

de hombre: ‐ que decían así:<br />

«¡Zaratustra! ¡Zaratustra! ¡Resuelve mi enigma! ¡Habla, habla! ¿Cuál es la venganza que se toma del<br />

testigo?<br />

Yo te invito a que te vuelvas atrás, ¡aquí hay hielo resbaladizo! ¡Cuida, cuida de que tu<br />

orgullo no se rompa aquí las piernas!<br />

¡Tú te crees sabio, orgulloso Zaratustra! Resuelve, pues, el enigma, tú duro cascanueces, ‐ ¡el enigma que<br />

yo soy! ¡Di, pues: quién soy yo!»<br />

‐ Mas cuando Zaratustra hubo oído estas palabras, ‐ ¿qué creéis que ocurrió en su alma? La compasión lo<br />

acometió; y se desplomó de golpe, como una encina que ha resistido durante largo tiempo a muchos<br />

leñadores, ‐ de manera pesada, súbita, causando espanto incluso a quienes querían abatirla. Pero<br />

enseguida volvió a levantarse del suelo, y su rostro se endureció<br />

«Te conozco bien, dijo con voz de bronce: ¡tú eres el asesino de Dios! Déjame irme. No soportabas a<br />

Aquel que te veía, ‐ que te veía siempre y de parte a parte, ¡tú el más feo de los hombres! ¡Te vengaste<br />

de ese testigo!»<br />

Así habló Zaratustra y quiso irse de allí; mas el inexpresable agarró una punta de su vestido y comenzó<br />

de nuevo a gorgotear y a buscar palabras. «¡Quédate!, dijo por fin‐ ¡quédate! ¡No pases de largo! He<br />

adivinado qué hacha fue la que te derribó: ¡Enhorabuena, Zaratustra, por estar de nuevo en pie!<br />

Has adivinado, lo sé bien, qué sentimientos experimenta el que lo mató a Él, ‐ el asesino de Dios.<br />

¡Quédate! Toma asiento aquí cerca de mí, no será inútil. ¿A quién quería yo ir si no a ti? ¡Quédate,<br />

siéntate! ¡Pero no me mires! ¡Honra así – mi fealdad!

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