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Federico Nietzsche ASÍ HABLO ZARATUSTRA

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esto es lo primero que yo os ofrezco: ¡seguridad! Y lo segundo es: mi dedo meñique. Y una vez que<br />

tengáis ese dedo, ¡tomaos la mano entera!, ¡y además, el corazón! ¡Bienvenidos aquí, bienvenidos,<br />

huéspedes míos!»<br />

Así habló Zaratustra, y rió de amor y de maldad. Tras este saludo sus huéspedes volvieron a hacer una<br />

inclinación y callaron respetuosamente; mas el rey de la derecha le contestó en nombre de ellos.<br />

«Por el modo, oh Zaratustra, como nos has ofrecido mano y saludo reconocemos que eres Zaratustra. Te<br />

has rebajado ante nosotros; casi has hecho daño a nuestro respeto‐. ‐ ¿mas quién sería capaz de<br />

rebajarse, como tú, con tal orgullo? Esto nos levanta a nosotros, es un consuelo para nuestros ojos y<br />

nuestros corazones.<br />

Sólo por contemplar esto subiríamos con gusto a montañas más altas que ésta. Ávidos de espectáculos<br />

hemos venido, en efecto, queríamos ver qué es lo que aclara ojos turbios. Y he aquí que ya ha pasado<br />

todo nuestro gritar pidiendo socorro. Ya nuestra mente y nuestro corazón se encuentran abiertos y<br />

están extasiados. Poco falta: y nuestro valor se hará petulante.<br />

Nada más alentador, oh Zaratustra, crece en la tierra que una voluntad elevada y fuerte: ésa es la planta<br />

más hermosa de la tierra. Todo un paisaje entero se reconforta con uno solo de tales árboles.<br />

Al pino comparo yo al que crece como tú, oh Zaratustra: largo, silencioso, duro, solo, hecho de la mejor y<br />

más flexible leña, soberano,‐ y, en fin, extendiendo sus fuertes y verdes ramas hacia su dominio,<br />

dirigiendo fuertes preguntas a vientos y temporales y a cuanto tiene siempre su domicilio en las alturas,<br />

‐ dando respuestas aún más fuertes, uno que imparte órdenes, un victorioso: oh, ¿quién no subiría, por<br />

contemplar tales plantas, a elevadas montañas?<br />

Con tu árbol de aquí, oh Zaratustra, se reconforta incluso el hombre sombrío, el fracasado, con tu visión<br />

se vuelve seguro incluso el inestable, y cura su corazón.<br />

Y, en verdad, hacia esta montaña y este árbol se dirigen hoy muchos ojos; un gran anhelo se ha puesto<br />

en marcha, y muchos han aprendido a preguntar: ¿quién es Zaratustra?<br />

Y, aquel en cuyo oído has derramado tú alguna vez las gotas de tu canción y de tu miel: todos los<br />

escondidos, los eremitas solitarios, los eremitas en pareja, han dicho de pronto a su corazón:<br />

“¿Vive aún Zaratustra? Ya no merece la pena vivir, todo es idéntico, todo es en vanos: o ‐ ¡tenemos que<br />

vivir con Zaratustra!”<br />

“¿Por qué no viene él, que se anunció hace ya tanto tiempo?, así preguntan muchos; ¿se lo ha tragado la<br />

soledad? ¿O acaso somos nosotros los que debemos ir a él?”<br />

Ahora ocurre que la propia soledad se ablanda y rompe como una tumba que se resquebraja y no puede<br />

seguir conteniendo a sus muertos. Por todas partes se ven resucitados.<br />

Ahora suben y suben las olas alrededor de tu montaña, oh Zaratustra. Y aunque tu altura es muy<br />

elevada, muchos tienen que subir hasta ti; tu barca no debe permanecer ya mucho tiempo en seco.<br />

Y el hecho de que nosotros, hombres desesperados, hayamos venido ahora a tu caverna y ya no<br />

desesperemos: una premonición y un presagio es tan sólo de que otros mejores están en camino hacia<br />

ti, ‐ pues también él está en camino hacia ti, el último resto de Dios entre los hombres, es decir: todos los<br />

hombres del gran anhelo, de la gran náusea, del gran hastío, ‐ todos los que no quieren vivir a no ser que<br />

aprendan de nuevo a tener esperanzas ‐ ¡a no ser que aprendan de ti, oh Zaratustra, la gran esperanza!»<br />

Así habló el rey de la derecha, y agarró la mano de Zaratustra para besarla; mas Zaratustra rechazó su<br />

homenaje y se echó hacia atrás espantado, silencioso y como huyendo de repente a remotas lejanías.

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