Edición Digital - Fundación Luis Chiozza
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¿Po r q u é n o s e q u i v o C a m o s? 67<br />
para impedir los daños que todavía no hemos experimentado o<br />
que no hemos sido capaces de identificar. Suena a paradoja que<br />
los ideales, que configuran valores saludables y necesarios, carezcan<br />
de la ilusoria perfección que adjudicamos, equivocadamente, a la<br />
palabra “ideal”. Pero recordemos las palabras de Ortega ya citadas:<br />
“El peor castigo para un idealista sería obligarlo a vivir en el mejor<br />
de los mundos que él es capaz de concebir”. Su importancia radica<br />
en que nos conduce a una reflexión fundamental: los valores constituyen<br />
principios que rigen la vida y sin los cuales es imposible vivir,<br />
pero su aplicación a ultranza establece una desmesura que conduce<br />
a la vida fuera del territorio en que la vida es posible.<br />
Freud señalaba que, en la infancia, constituimos –estrechamente<br />
ligada con la audición de la voz de nuestros progenitores y a<br />
partir de una disposición congénita– una instancia a la cual llamó<br />
“superyó”. Se trata de una instancia que, operando mediante una<br />
conciencia moral, compara permanentemente nuestros actos reales<br />
con los que configuran nuestros ideales. De allí, del “balance” que<br />
arroja esa comparación constante –que en lo inconsciente funciona<br />
sin cesar– surge lo que denominamos “autoestima”. En realidad,<br />
cuando escribe en 1914 Introducción del narcisismo, Freud sostiene<br />
que la autoestima proviene de tres fuentes: el residuo del narcisismo<br />
infantil, un resto de la omnipotencia primitiva que resulta “confirmada”<br />
por la experiencia en la medida en que la experiencia no<br />
logró deshacerla, y la satisfacción otorgada por el objeto del deseo.<br />
Es suficiente, sin embargo, una mirada atenta para comprender que<br />
esas tres fuentes provienen, en esencia, de una sola condición: el<br />
sentir que se ha cumplido o no con lo que el ideal prescribe. También,<br />
comprendemos de este modo que la culpa es, precisamente,<br />
inversa a la autoestima, ya que una de ellas crece en la exacta proporción<br />
en que la otra decrece.<br />
Si volvemos sobre la cuestión de quién es el que exige la acción<br />
omitida y frente a quién incurrimos en culpa, disponemos ahora<br />
de una respuesta: se trata del ideal que ejerce su función a través<br />
de sus representantes. El corpus normativo que denominamos so-