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Ahora comprendo lo inútil de mi espera ante esa academia de idiomas, tan<br />
inútil como rondar a los patos del canal. Yo, creyendo que Raquel renunciaba a<br />
subir al primer autobús que llegara por continuar un rato más conmigo… Ya, ya<br />
comprendo. Raquel y ese gacho del pelo socarrado –sí, el de la gorra y las<br />
gafas oscuras, siempre cerca del conductor del maldito 34- compartiendo<br />
autobús y destino mientras yo me quedaba en la marquesina, con un adiós que<br />
era un corte de mangas.<br />
En esas reflexiones, recibiendo abrazos y palmadas, incluso de Pablo,<br />
que no me pareció ya tan alto, el árbitro pitó el final del partido. En la ducha del<br />
vestuario, sin saber qué hacer con mi gol. Porque mi gol me parecía absurdo y<br />
casi despreciable, sobre todo cuando ese rubio de pacotilla vino a darme la<br />
mano, la misma que a la salida del vestuario ceñiría la cintura de Raquel.<br />
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