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agolpaba a la entrada y mi visión me hacía verlos más altos de lo que eran y la<br />
mano fuerte de mi progenitor me recordaba que no me separara de él. No era<br />
para menos, ya que era el partido de liga justo posterior al gol que voló de las<br />
nubes de un cielo de París. Partidos que sirven de entradas victoriosas de un<br />
equipo en la ciudad para coronarse con los laureles del triunfo a en forma de<br />
banderas, cánticos y bufandas. Decían de los generales romanos que cuando<br />
entraban en Roma victoriosos, en su carro permanecía un esclavo cuya función<br />
era recordarle que eran mortales.<br />
Quizás hoy en día sea lo contrario y la función de miles de personas sea<br />
recordarles que a partir de ahora y, a pesar de que marchen a jugar a Inglaterra<br />
o dejen el fútbol y vuelvan a Buenos Aires, Montevideo o Ceuta, siempre serán<br />
inmortales en los momentos de nuestra memoria que nos hacen volver a<br />
levantarnos del sofá de un brinco y abrazar al hermano, primo, amigo o incluso<br />
al cuñado borrachín hasta sacarles el alma, y que hizo que un tío mío que<br />
siempre ha preferido el esfuerzo sereno y pausado que implica coronar una<br />
montaña que a 22 tíos detrás una cosa redonda, me llevará en el pescante de<br />
su bicicleta por toda la ciudad cantando con los hinchas que se quitaban la<br />
camiseta y se bañaban en las fuentes. Es curioso como es la memoria ya que<br />
recuerdo con la misma emoción el partido que el posterior viaje en bicicleta por<br />
el miedo a caerme. Dicen que la expansión del fútbol ha tenido algo que ver<br />
con la supuesta perdida de popularidad del ciclismo. No lo sé, pero desde<br />
luego para mí quedaron siempre unidos balón y bicicleta en la laguna particular<br />
que son los recuerdos de un niño.<br />
-“Tengo un mal presentimiento.”<br />
Menuda intuición la mía. Todo el día de la gran final. De la final de<br />
finales. De la final para dirimir quien sería el campeón de los campeones de<br />
copa, ahí es nada, y yo en lugar de irradiar la contagiosa alegría que se les<br />
supone a los chavales voy y digo que la cosa me da mala espina. Lo bueno de<br />
esa final es que puedo corroborar que no soy gafe y que a veces el tan manido<br />
tópico de que hay que dejar guiarse por tu intuición es más falso que un euro<br />
con la cara Popeye. Así pues, once tipos vestidos de azul y blanco, en una final<br />
de las que ves en una película de fútbol (pero el otro, el que se juega con las<br />
manos) y no puedes dejar de esbozar una sonrisilla del tipo que raro que ganen<br />
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