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I.Relatos.Aupazaragoza

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ORGULLO POSIBLE<br />

Juan Antonio Pérez Bello<br />

Crecí al lado de esas traviesas, unas vías que marcaban el camino<br />

que nos llevaba, a mí y a los míos, desde la estación del Norte, en pleno<br />

Arrabal, rozando el barrio de Jesús, hasta la estación del Norte de la Valencia.<br />

Eran los primeros años setenta. Nuestra estación lucía en la puerta principal un<br />

curioso letrero que yo leía con alegría cada vez que cruzábamos el umbral:<br />

“Caminos de hierro del Norte” y bajo aquel techo amplio y abundante<br />

esperábamos pacientes a que saliera el ter que nos llevaría, al cabo de casi<br />

doce horas de sosegado viaje, hasta la valenciana calle Játiva.<br />

Al lado de aquellas vías, decía, crecí y comencé a beber los primeros<br />

vientos por lo que desde muy niño sería mi pasión: el fútbol. Aquellas vías que<br />

separaban el barrio, mi barrio Oliver, en dos mantos, uno blanco y otro tostado,<br />

este último marcado por la presencia de una población que rasgaba la guitarra<br />

flamenca con uñas de madera y negros cabellos en el alma. Los gitanos de mi<br />

barrio eran de esos que se casaban entre ellos y pintaban cada noche con la<br />

sangre de la luna y con ellos compartíamos calles y aulas, en una rara mezcla<br />

de acentos a contrapelo.<br />

Era “la vía”, a partir de la cual nacía y moría cada una de las dos<br />

formas de sentir la vida. La zona oeste se hallaba situada en las marginales<br />

laderas de La Camisera, que era como un submundo donde pasaban cosas y<br />

la gente vivía vidas con tormenta. En su costado emergía, como un monumento<br />

a la raza y el valor, el campo de fútbol que llevaba su nombre y en el que el CD<br />

Oliver peleaba cada balón que por allí rondaba. Lo hacía desde principios de<br />

los sesenta y a él acudíamos los chavales del barrio los domingos por la<br />

mañana, para ver a los muchachos batirse en aquella alfombra de piedras<br />

rugosas contra los mejores equipos de Aragón.<br />

Rara vez me aventuré por sus calles. Casi podría decir que nunca. Ni<br />

yo ni los chavales de mi cuadrilla, porque teníamos la sensación de que allí<br />

dormía el peligro. Los personajes más pendencieros del barrio surgían cada<br />

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