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formación desordenada, pero que servía para conocernos más y decorar<br />
nuestras espinillas con las piedras que saltaban a nuestro paso. Lo hacíamos<br />
con gusto, con las ganas de los que siempre tienen ganas de vivir. La distancia<br />
era mucha pero no nos cabía en la cabeza otra forma de llegar hasta el campo.<br />
Una vez allí rellenábamos aquel rincón del abono infantil desde el que veíamos<br />
cada domingo correr como la centella a Rubial para recibir los pases de García<br />
Castany. Aquellos pases profundos de tiralíneas que propiciaban los centros del<br />
pequeño asturiano. Lo veíamos tan cerca que incluso cuando punteaba el<br />
saque de los corners oíamos el seco encontronazo de su bota negra con el<br />
balón blanco que casi siempre encontraba la cabeza de Diarte o el empeine de<br />
Arrúa para tratar de romper la portería adversaria.<br />
Aquella tarde nos retrasamos. Faltaba Rubén, el más alto de todos. En<br />
la esquina de siempre, que ya he mencionado, esperábamos a que llegase el<br />
amigo lento cuando aquel hombre que permanecía de pie a unos cuantos<br />
metros de nosotros desde hacía algunos minutos, se acercó. Y nos hizo una<br />
pregunta simple, casi sin consonantes. Nos preguntó si pensábamos ir al fútbol.<br />
- Sí, ¿por? – contesto con cierta insolencia Miguelán.<br />
- Pues si es así vais a presenciar un hecho único. Hoy llorará el<br />
cielo. Y serán lágrimas marrones.<br />
Se dio media vuelta y se fue. Nos quedamos con las palabras secas.<br />
Yo no sé si los demás le entendieron. Supongo que no. Yo tampoco. Pero sé<br />
que me estremecí. Era aquel un tipo esquinado y lateral que miraba con tierra<br />
en los ojos. No me gustó nada. Y me asusté, aunque eso no es importante,<br />
porque yo era un chaval temblón y fácil para mis compañeros de juegos. Y eso<br />
que me querían. Claro, que eso lo supe años después, como tantas otras<br />
cosas.<br />
El hombre alto, enhiesto casi, había tirado una amarillenta colilla al<br />
suelo. Nos quedamos mudos, aunque alguno se atrevió a maldecir:<br />
- Este gacho está loco, có. – opinó Miguelán<br />
- ¿Alguien lo conoce? – preguntó Jorge<br />
- Yo no – pude decir – aunque su cara...<br />
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