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Como un tesoro conservaba el autógrafo dedicado de uno y otro. Para Iván con<br />
todo el cariño, de su amigo Andoni Cedrún, rezaba el del exguardameta, cuyo<br />
carácter dicharachero, bonachón y cercano, le ayudaba a sobrellevar bastantes<br />
momentos difíciles y su amistad le hacía presumir entre los compañeros de<br />
clase, a quienes mostraba orgulloso la firma del grandullón -como<br />
cariñosamente lo llamaba- al pie de la fotografía en la que aparecía subido a<br />
sus hombros, tras uno de esos partidos de la Asociación, a los que cada año<br />
acudía, siempre que la enfermedad se lo permitía. Con todo, quería conseguir<br />
algo del famoso cinco, de Yiyi. Aunque fuese un par de centímetros de una de<br />
sus medias, o de su camiseta, como ese trozo de la de César Sánchez que un<br />
periódico regalaba al día siguiente del 6-1 al Madrid, -la primera vez que Iván<br />
acudía a La Romareda-, en la semifinal de copa de 2006 y que conservaba con<br />
celo, como todos los atuendos y objetos zaragocistas que sus padres habían<br />
ido coleccionando y que le llenaban de ilusión. Algunos eran de los magníficos,<br />
como unas botas Violeta o un pantalón de Darcy Canario. En efecto, Nayim era<br />
el único que le faltaba de la quinta de París, porque hasta el negro Cáceres,<br />
que apenas tres días antes de ser tiroteado había ido a visitarlo a su casa, le<br />
había obsequiado con un pedazo de la red de la portería a la que<br />
gloriosamente se había subido en aquella noche mágica después de los ciento<br />
veinte minutos de partido. Esa era la imagen que siempre conservaba en su<br />
retina. Esa y la de la parábola de dibujos animados del ceutí en el último<br />
segundo de la prórroga.<br />
En la sala de espera de la consulta del Hospital Infantil, su padre<br />
hojeaba el periódico sin concentrarse mucho en la lectura. Aquella mañana de<br />
finales de mayo de 2006, se había despertado soleada y más calurosa de lo<br />
habitual para esas fechas aún primaverales. Parecía un buen presagio. Una<br />
señora de unos treinta y tantos o cuarenta abrió la puerta de la consulta para<br />
asignar el orden a los pacientes. Tenían cita para las diez y cuarto y habían<br />
acudido a recoger los resultados de los análisis. No será nada, mujer, le decía<br />
Marcos a su esposa. Ya verás como todo va a ir bien. Lucía no las tenía<br />
consigo. Su aguda intuición maternal le hacía, cuando menos, estar precavida.<br />
No quería lanzar las campanas al vuelo, aunque tampoco pretendía ser<br />
pesimista. No. Y menos delante de su hijo. Tenía que verla alegre, con la<br />
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