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Adolfo Hitler - Mi Lucha

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SEGUNDA PARTE<br />

CAPÍTULO SÉPTIMO<br />

La lucha contra el frente rojo<br />

En los años 1919 y 1920 y también en 1921, concurrí personalmente a los llamados mítines<br />

burgueses. Siempre me produjeron igual repulsión que en mi niñez la cucharada prescrita de aceite<br />

de bacalao. Se debe tomar y se dice que es muy bueno, pero su gusto es horrible.<br />

He conocido a los profetas de una concepción ideológica burguesa y no me sorprende, sino<br />

que más bien comprendo ahora, por qué no dan importancia a la palabra articulada. Por entonces<br />

visité reuniones de demócratas, de nacionalistas alemanes, del partido populista alemán y del<br />

partido populista bávaro (el partido católico de Baviera). Lo que resalta a primera vista era la<br />

homogeneidad del auditorio que se componía casi exclusivamente de los miembros del respectivo<br />

partido. El conjunto, falto de toda disciplina, parecía más un club de aburridos jugadores de cartas<br />

que un mitin del pueblo que acababa de sufrir una gran revolución. Los oradores mismo hacían por<br />

su parte todo lo posible para mantener esa atmósfera pacífica. Discurseaban o, mejor dicho, leían<br />

discursos del estilo de un ingenioso artículo de prensa o de una disertación científica, evitando toda<br />

expresión de tono fuerte y dejando escapar sólo de vez en cuando algún pobre chiste académico<br />

ante el cual los miembros del directorio reían consabidamente, no a carcajadas, sino con mesura y<br />

con la reserva del caso.<br />

Cierta vez concurrí a una asamblea en la Sala de Wagner de Munich con motivo de<br />

conmemorar la batalla de las naciones en Leipzig. En la tribuna se hallaba reunida la mesa<br />

directiva: a la izquierda, uno de monóculo, a la derecha otro de monóculo y en medio de ambos uno<br />

sin monóculo. Los tres de levita, dando la impresión que se trataba o de un tribunal de justicia que<br />

tenía que dictar una sentencia de muerte o de un bautizo solemne; en todo caso más parecía una<br />

ceremonia religiosa que otra cosa. El pretendido discurso, que, impreso, habría producido quizá<br />

mejor efecto, lo produjo sencillamente desastroso, pues, apenas transcurridos tres cuartos de hora,<br />

toda la concurrencia estaba como dominada por un sueño hipnótico.<br />

*<br />

* *<br />

Ciertamente, en comparación con tales reuniones, las asambleas nacionalsocialistas no eran<br />

asambleas “pacíficas”. En ellas se estrellaban las corrientes de dos concepciones ideológicas<br />

diferentes y concluían no con canciones patrióticas mecánicamente entonadas, sino con la explosión<br />

fanática del sentimiento de patria y de raza.<br />

Ya desde el principio fue una necesidad establecer rigurosa disciplina en nuestras reuniones<br />

y a asegurar autoridad absoluta al dirigente de la asamblea. Pues lo que nosotros exponíamos no era<br />

la laxa charlatanería de un “conferencista” burgués, sino algo que, en el fondo y la forma se<br />

prestaba siempre a provocar la réplica del adversario. Y adversarios habían en nuestras asambleas.<br />

Con que frecuencia venían en grupos compactos presididos por algunos agitadores y reflejando en<br />

sus fisonomías la convicción: “Hoy daremos al traste con ustedes”. Y cuantas veces pedía todo de<br />

un hijo y sólo la singular energía del dirigente de la asamblea y la brutal decisión de nuestros<br />

encargados de hacer guardar el orden, podían poner coto a los propósitos de nuestros adversarios.

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