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Adolfo Hitler - Mi Lucha

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poco fueron éstos arrollados y echados del recinto. No habían transcurrido cinco minutos cuando vi<br />

que casi todos los míos sangraban y estaban heridos. A cuántos de ellos me fue dado conocerles<br />

precisamente entonces. A la cabeza, mi bravo Maurice, además, mi actual secretario privado Hess y<br />

muchos otros que, aun gravemente heridos, atacaban siempre de nuevo mientras podían mantenerse<br />

en pie. En uno de los rincones, al fondo de la sala, quedaba todavía un considerable bloque de<br />

adversarios que oponía tenaz resistencia. Inesperadamente detonaron dos tiros de revólver<br />

disparados desde la entrada de la sala, y con esto se inició un tremendo tiroteo. A partir de este<br />

momento era imposible precisar de donde venían los disparos, pero una cosa pude establecer<br />

claramente: desde aquel instante el ardor combativo de mis muchachos sangrantes había llegado al<br />

paroxismo, acabando por arrojar de la sala vencidos a los últimos perturbadores.<br />

Pasaron aproximadamente veinticinco minutos. En la sala parecía como si hubiese estallado<br />

una granada. Muchos de mis correligionarios heridos, fueron curados de urgencia, otros fueron<br />

transportados por la ambulancia, pero a pesar de todo habíamos quedado dueños de la situación.<br />

Hermann Esser, que aquella noche presidía la reunión, declaró: “La asamblea continúa. La palabra<br />

la tiene el conferenciante” Y continué hablando.<br />

Ya habíamos clausurado la reunión cuando entró de prisa y muy excitado un oficial de<br />

policía, moviendo nerviosamente los brazos y gritando: “La asamblea queda disuelta”.<br />

Sin querer tuve que reírme, ante semejante alarde auténticamente policíaco.<br />

Realmente, mucho habíamos aprendido aquella noche y nuestros adversarios mismos no<br />

olvidaron jamás la lección recibida.

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