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Adolfo Hitler - Mi Lucha

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azón perdió, pues, el alemán, más fácilmente que cualquier súbdito de otros pueblos su<br />

nacionalidad y su patria. ¿No lo dice todo el gracioso proverbio alemán “En la mano el sombrero, se<br />

pasa por el mundo entero”?<br />

Precisamente nefasta resultó esa docilidad al determinar también la forma única bajo la cual<br />

podía uno presentarse ante el monarca. Esa forma exigía: no contradecir jamás, sino convenir con<br />

todo lo que S.M. se dignase manifestar. Aquí es donde justamente debía revelarse la dignidad del<br />

hombre libre, pues de lo contrario la institución monárquica encontraría un día su tumba en ese<br />

servilismo. Todos los hombres rectos –y estos son sin duda los más valiosos del Estado- debieron<br />

sentir repulsión frente a un criterio tan absurdo. Porque para ellos la Historia es la historia y la<br />

Verdad es la verdad, aunque se trate de monarcas.<br />

Es tan rara para los pueblos la suerte de reunir en una misma persona a un gran monarca y a<br />

un gran hombre, que deben darse por satisfechos cuando el destino inexorable les evita por lo<br />

menos lo peor. De esto se infiere que el valor y la significación de la idea monárquica no radican en<br />

la persona del monarca mismo, salvo en el caso de que la Providencia quiera coronar a un héroe<br />

genial como Federico el Grande o a un espíritu sabio como Guillermo I. Esto sucede una vez cada<br />

siglo y escasamente con mayor frecuencia. Por lo demás, la idea respalda a la persona, haciendo<br />

descansar la razón de ser de esa forma de gobierno en la institución misma. Pero con ello, el propio<br />

monarca queda incluido en el círculo de los servidores del Estado y no es más que una rueda en ese<br />

mecanismo al que también él está subordinado.<br />

Otra de las consecuencias de nuestra errada educación de la anteguerra fue el temor a<br />

la responsabilidad y la consiguiente falta de entereza para abordar problemas vitales. Bien es<br />

verdad que el punto de partida de este defecto radica entre nosotros, en gran parte, en la<br />

institución parlamentaria.<br />

En los círculos periodísticos se suele llamar a la Prensa el “gran poder” en el Estado.<br />

Evidentemente su significación es extraordinaria y jamás podrá ser bastante apreciada. Es, pues, la<br />

prensa, el factor que continúa obrando en el proceso educativo del adulto. En términos generales,<br />

tres son los grupos en que se podría dividir el público lector de periódicos.<br />

1º Los crédulos que admiten todo lo que leen.<br />

2º Aquéllos que ya no creen en nada.<br />

3º Los espíritus críticos, que analizan lo leído y saben juzgar.<br />

Numéricamente, el primer grupo es el más considerable; abarca la gran masa del pueblo y<br />

representa, por lo tanto, la clase menos intelectual de la nación. Pertenecen también a este grupo esa<br />

especie de haraganes que serían capaces de pensar pero que por pura negligencia aceptan todo lo<br />

que ya han elaborado los demás.<br />

El segundo es numéricamente mucho más pequeño que el anterior; está compuesto en parte<br />

de elementos que, en un principio, participaban del primer grupo y que después de funestas y<br />

amargas decepciones, optaron por cambiar diametralmente de criterio, acabando por no creer en<br />

nada de lo que leyesen. Estas gentes son muy difíciles de tratar, porque hasta frente a la verdad<br />

misma, se mostrarán siempre escépticas, resultando así elementos anulados para todo trabajo<br />

positivo.<br />

El tercer grupo, finalmente, es el más pequeño de todos y está constituido por lectores<br />

verdaderamente inteligentes, acostumbrados a pensar con independencia por naturaleza y<br />

educación. Leen la prensa trabajando constantemente con la imaginación y animados de espíritu<br />

crítico con respecto al autor. Estos lectores gozan del aprecio de los periodistas, bien es cierto, con<br />

explicable reserva.

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