Adolfo Hitler - Mi Lucha
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De ellas conservo las más hondas impresiones de mi vida, hondas precisamente porque en<br />
1918 por última vez la lucha perdía su carácter defensivo para trocarse en acción de ataque, como al<br />
comienzo de la guerra en 1914.<br />
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En el verano de 1918 notábase una pesada atmósfera en todo el frente. La discordia reinaba<br />
en la patria. ¿Y por qué? Múltiples rumores circulaban en los diversos sectores de las tropas del<br />
ejército en campaña. Se decía que ya la guerra no tenía más perspectivas y que sólo los locos podían<br />
confiar todavía en la victoria; que el pueblo alemán no tenía ya interés en mantener la resistencia y<br />
que únicamente los capitalistas y la monarquía estaban interesados en ello. Todo esto venía desde la<br />
patria y era comentado en el frente.<br />
Al principio los combatientes reaccionaron aunque débilmente ante aquella propaganda.<br />
¿Qué nos importaba el sufragio universal? ¿Acaso para eso habíamos luchado durante cuatro largos<br />
años?.<br />
Los probados elementos del frente de batalla eran muy poco susceptibles de adaptarse a la<br />
nueva finalidad de guerra que predicaban los señores Ebert, Scheidemann, Barth, Liebknecht y<br />
otros. No podía comprenderse cómo de un momento a otro los emboscados resultaban con derecho<br />
a atribuirse, por encima del ejército, la hegemonía del Estado.<br />
<strong>Mi</strong> punto de vista personal fue firme desde el primer momento; odiaba profundamente a<br />
toda esa caterva de miserables y defraudadores políticos partidistas. Hacía mucho tiempo que veía<br />
claramente que la obra de esa camada de individuos no buscaba en realidad el bienestar de la<br />
nación, sino simplemente el propósito de llenar sus bolsillos vacíos. Y el hecho de que ellos fuesen<br />
capaces de sacrificar a todo el pueblo y si era necesario llevar también a Alemania a la ruina, hizo<br />
que los considerase ya desde entonces, maduros para la horca. Ceder ante sus deseos implicaba<br />
sacrificar los intereses del pueblo trabajador en provecho de un grupo de timadores, y satisfacerlos,<br />
sólo era posible al precio de renunciar a Alemania. Así pensaba – como yo- la gran mayoría del<br />
ejército en campaña.<br />
En agosto y septiembre aumentaron rápidamente los síntomas de disociación, a pesar de que<br />
el efecto de la ofensiva enemiga no podía compararse jamás con el horror de las batallas de nuestra<br />
acción defensiva de otros tiempos. Las batallas del Somme y de Flandes han quedado en este orden<br />
como algo sin precedentes para la posteridad.<br />
A fines de septiembre, mi división volvió a ocupar por tercera vez las mismas posiciones<br />
que otrora asaltáramos con nuestros jóvenes regimientos de voluntarios.<br />
¡Qué de recuerdos!<br />
Ahora, en el otoño de 1918, los hombres habían cambiado: se hacía política entre la tropa. El<br />
veneno que venía de la retaguardia, comenzó a hacer también aquí, como en todas partes, su<br />
ponzoñoso efecto. Las nuevas reservas fracasaron completamente - ¡venían de la retaguardia!<br />
En la noche del 13 al 14 de octubre los ingleses empezaron a lanzar granadas de gas en el<br />
frente sur del sector Ypres. Empleaban el gas “cruz amarilla” cuyos efectos no nos eran todavía<br />
conocidos por propia experiencia. Yo debí, pues, aquella noche experimentarlos también. Hacía la<br />
media noche ya una parte de nuestra tropa quedó inutilizada y algunos camaradas malogrados para<br />
siempre. Al amanecer, también yo fui presa de terribles dolores que de cuarto en cuarto de hora se<br />
hacían más intensos. A las 7 de la mañana, tropezando y tambaleándome me dirigía hacia la<br />
retaguardia llevando aun mi último parte de guerra del campo de batalla.