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Adolfo Hitler - Mi Lucha

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CAPÍTULO ONCE<br />

La nacionalidad y la raza<br />

Hay verdades que están tan a la vista de todos que, precisamente por eso, el vulgo no las ve<br />

o por lo menos no las reconoce. Así peregrinan los hombres en el jardín de la Naturaleza y se<br />

imaginan saberlo y conocerlo todo pasando, con muy pocas excepciones, como ciegos junto a uno<br />

de los más salientes principios de la vida; el aislamiento de las especies entre sí.<br />

Basta la observación más superficial para demostrar cómo las innumerables formas de la<br />

voluntad creadora de la Naturaleza están sometidas a la ley fundamental inmutable de la<br />

reproducción y multiplicación de cada especie restringida a sí misma. Todo animal se apareja con<br />

un congénere de su misma especie. Sólo circunstancias extraordinarias pueden alterar esa ley. Todo<br />

cruzamiento de dos seres cualitativamente desiguales da un producto de término medio entre el<br />

valor cualitativo de los padres; es decir que la cría estará en nivel superior con respecto a aquel<br />

elemento de los padres que racialmente es inferior, pero no será de igual valor cualitativo que el<br />

elemento racialmente superior de ellos.<br />

También la historia humana ofrece innumerables ejemplos en este orden; ya que demuestra<br />

con asombrosa claridad que toda mezcla de sangre aria con la de pueblos inferiores tuvo por<br />

resultado la ruina de la raza de cultura superior. La América del Norte, cuya población se compone<br />

en su mayor parte de elementos germanos, que se mezclaron sólo en mínima escala con los pueblos<br />

de color, racialmente inferiores, representa un mundo étnico y una civilización diferentes de lo que<br />

son los pueblos de la América Central y la del Sur, países en los cuales los emigrantes,<br />

principalmente de origen latino, se mezclaron en gran escala con los elementos aborígenes. Este<br />

solo ejemplo permite claramente darse cuenta del efecto producido por la mezcla de razas. El<br />

elemento germano de la América del Norte, que racialmente conservó su pureza, se ha convertido<br />

en el señor del Continente americano y mantendrá esa posición mientras no caiga en la ignominia<br />

de mezclar su sangre.<br />

Todo cuanto hoy admiramos –ciencia y arte, técnica e inventos- no es otra cosa que el<br />

producto de la actividad creadora de un número reducido de pueblos y quizá, en sus orígenes, de un<br />

solo pueblo. Todas las grandes culturas del pasado cayeron en la decadencia debido sencillamente a<br />

que la raza de la cual habían surgido envenenó su sangre.<br />

*<br />

* *<br />

Si se dividiese la Humanidad en tres categorías de hombres: creadores, conservadores y<br />

destructores de cultura, tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al<br />

elemento ario. El estableció los fundamentos y las columnas de todas las creaciones humanas;<br />

únicamente la forma exterior y el colorido dependen del carácter peculiar de cada pueblo.<br />

Casi siempre el proceso de su desarrollo dio el siguiente cuadro:<br />

Grupos arios, por lo general en proporción numérica verdaderamente pequeña, dominan<br />

pueblos extranjeros y desarrollan, gracias a las especiales condiciones de vida del nuevo ambiente<br />

geográfico (fertilidad, clima, etc.) así como también favorecidos por el gran número de elementos<br />

auxiliares de raza inferior disponibles para el trabajo, la capacidad intelectual y organizadora latente<br />

en ellos. En pocos milenios y hasta en siglos logran crear civilizaciones que llevan primordialmente<br />

el sello característico de sus inspiradores y que están adaptadas a las ya mencionadas condiciones

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