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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

generación tras generación, cantaban ese extraordinario atractivo, de cómo esas leyendas se<br />

trenzaban de tal forma con <strong>la</strong> realidad de sus calles, que nunca podemos separar<strong>la</strong>s, porque<br />

cada fachada, cada esquina, cada rincón son historia y mito. Yo mismo, al hab<strong>la</strong>rte de Istanbul,<br />

me daba cuenta de que mis pa<strong>la</strong>bras tenían algo de esa mixtura, de alguna manera mi re<strong>la</strong>to<br />

adquiría ese tono de viejo cuento de marineros. Istanbul había modificado mi vida y yo deseaba<br />

que <strong>la</strong> contemp<strong>la</strong>ses, que esa misteriosa belleza prendiese en ti. Sus entrañas fabulosas; <strong>la</strong><br />

posibilidad de desaparecer en sus calles; esa Istanbul donde mil mecanismos, trampas, sutiles<br />

salvoconductos esconden al hombre del poder del Estado. Yo amaba ese desorden, sus negocios<br />

no contro<strong>la</strong>dos, sus profesiones mi<strong>la</strong>grosas e inc<strong>la</strong>sificables, sus recursos obscuros, pero cuya<br />

vitalidad ha perdurado y permite aún hoy sobrevivir a sus habitantes y al viajero con <strong>la</strong> dignidad<br />

de <strong>la</strong> insolidaridad y el individualismo. Todo eso tenías que verlo. Tenías que sentir en tu sangre<br />

<strong>la</strong> Luna fastuosa de su noche, de sus bares donde todo puede suceder, el tacto animal de sus<br />

callejones donde es posible morir o toparse uno con su destino. Tenías que sentir en tu piel ese<br />

vértigo, esos vicios y esas virtudes que son lo mejor de nosotros y a <strong>la</strong>s que allí protege un secu<strong>la</strong>r<br />

sentido de autodefensa frente a todo control. Istanbul era un paraíso para cualquier ser<br />

entregado al culto de los sentidos. Teníamos que joder allí. Porque a los emocionantes gozos del<br />

cuerpo (que pueden ser más o menos semejantes en todas partes) se añade una avasal<strong>la</strong>dora<br />

sensualidad que está en el aire. Todo podíamos encontrarlo en sus calles, desde una experta<br />

prostituta de once años a <strong>la</strong> posibilidad de morir todavía en una pelea a cuchillo, pero no en <strong>la</strong><br />

soledad de una callejue<strong>la</strong> frente a un indeseable drogadicto, sino en un taberna y coreado por el<br />

más heterogéneo de los públicos. Morir o matar. Y escapar obviamente de una justicia mucho<br />

más ciega que <strong>la</strong> que ha decidido en el cuchillo del vencedor.<br />

En esa ciudad que ya lo ha visto todo, a <strong>la</strong> que nada sorprenderá, a <strong>la</strong> que nada puede<br />

hacer salir de ese inmenso sueño que no es sino sabiduría, en esa ciudad viva como un cuerpo,<br />

donde como en pocos lugares palpita el instinto de supervivencia, de <strong>la</strong> libertad, que sabe –como<br />

tú y yo sabíamos- que el único lujo es el tiempo, el tiempo al que dejas perderse, y el p<strong>la</strong>cer, el<br />

amor, <strong>la</strong> comida, el Arte… En esa ciudad sucia, que no teme <strong>la</strong> muerte, que acepta su mirada<br />

con <strong>la</strong> misma impasibilidad que <strong>la</strong> alegría o <strong>la</strong> gloria: en esa ciudad teníamos que amarnos:<br />

sentirnos con todo derecho hijos de su belleza, de su depravación y su esplendor. Era<br />

absolutamente necesario que pudiéramos entre<strong>la</strong>zar nuestro p<strong>la</strong>cer con el poder misterioso y<br />

sagrado de Istanbul.<br />

Y <strong>la</strong> solución <strong>la</strong> encontraste tú. Estábamos en el apartamento –era un frío atardecer de<br />

Primavera-. Estabas vistiéndote y yo acababa de ducharme. Entraste en el baño todavía con tu<br />

jersey a medio meter, y me dijiste:<br />

-Ya está. Voy a convencer a mis compañeros de mi curso para que hagamos el viaje a<br />

Istanbul.<br />

-“Ángel, niño, mujer…” -dije yo evocando a Manuel Machado-. “Los sensuales ojos<br />

adormi<strong>la</strong>dos, y anegados en inauditas sabias incipientes…”<br />

Cómo lo conseguiste, cómo lograste llevar a veintitantas cabecitas locas a <strong>la</strong> conclusión<br />

de que ir a Istanbul era el remate insuperable de un curso atroz, siempre me ha resultado<br />

enigmático. Pero lo conseguiste. Acordamos que yo viajaría en el mismo avión. Que me<br />

reconociese alguna no constituía un inconveniente; yo era bastante conocido como escritor y,<br />

precisamente, como asiduo visitante de aquel<strong>la</strong> ciudad, para que no extrañase mi presencia.<br />

Una vez en Istanbul, habría <strong>la</strong>s suficientes ocasiones para escapadas de sencil<strong>la</strong> justificación.<br />

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