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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

Llenaste otra vez <strong>la</strong> copa y volviste a empaparme en champagne. Chupaste hasta que yo<br />

me corrí y mi semen se mezcló con el champagne.<br />

-Qué barbaridad –exc<strong>la</strong>maste-. Hubiéramos debido probarlo antes. Está buenísima. El<br />

sabor un poco sa<strong>la</strong>do de tu leche y el gusto del champagne hacen una combinación perfecta. Es un<br />

coupage ejemp<strong>la</strong>r.<br />

Eran esos juegos tuyos los que me fascinaban. Sobre todo <strong>la</strong> alegría que demostrabas en<br />

ellos, como una niña descubriendo el misterio de sus juguetes. Como cuando imaginabas todos<br />

esos lugares por donde no podíamos ir juntos. Echada junto a mí, desnudos en aquel lecho que<br />

jamás olvidaré, imaginabas y narrabas cómo íbamos paseando por un Nueva York o un Pekín, o<br />

un Bombay o un Túnez que ibas creando, que sólo habías visto en pelícu<strong>la</strong>s o en algún libro o<br />

en fotografías. Y tú y yo paseábamos por aquel<strong>la</strong>s avenidas que eran <strong>la</strong>s de Viena en El tercer<br />

hombre o <strong>la</strong> At<strong>la</strong>nta de Lo que el viento se llevó o el casino de Gilda o <strong>la</strong>s ensoñaciones de Von<br />

Sternberg, o Los Angeles de Chandler o <strong>la</strong> Alejandría de Durrell. Y yo te contemp<strong>la</strong>ba absorto,<br />

fascinado. Habías comprendido. Ya era tuyo –ya era tú como tu sangre, como los <strong>la</strong>tidos de tu<br />

corazón- “eso” que está en un solo de Lester Young o Ben Webster, “eso” que acaricia el alma<br />

en <strong>la</strong>s canciones de Billie Holiday, “eso” que te toma en los versos de Homero, en un film de<br />

Welles o ante Venezia. Todo era ya tuyo. Yo te lo había dado: yo lo había inocu<strong>la</strong>do en una<br />

carne, en un talento que lo deseaba. Hölderlin llevaba razón: sólo cuando soñamos somos<br />

dioses.<br />

Muchas veces comentábamos entusiasmados <strong>la</strong>s hazañas de los piratas. Tú siempre,<br />

desde <strong>la</strong>s pelícu<strong>la</strong>s que habías visto siendo muy niña, te habías embobado con sus aventuras.<br />

Barcos, combates, saqueos, el brillo de los tesoros, <strong>la</strong> libertad salvaje que se escondía en el nervio<br />

de esas imágenes. Cuando leíste aquel<strong>la</strong>s historias que te dejé –<strong>la</strong> magnífica de Lapouge, sobre<br />

todo, te impresionó mucho-, comprendiste mejor lo que había en el fondo de esa sacudida: <strong>la</strong><br />

sombra desesperada del resp<strong>la</strong>ndor de los incendios, del sueño abrasado de gloria, <strong>la</strong> libertad del<br />

Infierno, <strong>la</strong> fascinación de <strong>la</strong> Destrucción.<br />

Tenías una especial –y acertada- predilección por Bartholomew Roberts. Sin duda fue<br />

uno de los gigantes de esa raza de facinerosos. Pero a ti te gustaba mucho sobre todo aquel rasgo<br />

tan suyo de entrar siempre en combate ataviado con sus más lujosas ropas.<br />

-Damasco negro y medias de seda, y en su pecho una cruz de diamantes, y una pluma<br />

roja en su sombrero –me decías siempre-. Así me gustaría que te vistieses tú.<br />

Te gustaba menos que hubiera prohibido <strong>la</strong> presencia de mujeres en sus barcos –cuánto<br />

te hubiera excitado ser tú una de el<strong>la</strong>s-, pero se lo perdonabas por esa pluma roja y por haber<br />

sido él quien se inventó el desafío de <strong>la</strong> bandera negra, substituyendo <strong>la</strong> ca<strong>la</strong>vera por su propia<br />

efigie. Eso es soltura.<br />

-¿Te imaginas lo que debió ser el saqueo de Bahía? Roberts con un solo barco, contra<br />

cuarenta y dos navíos portugueses y toda <strong>la</strong> artillería de <strong>la</strong>s fortalezas. ¡Increíble! –y te bril<strong>la</strong>ban<br />

los ojos-. O cuando asoló Jamaica y <strong>la</strong>s Barbados. ¡Qué tío!<br />

-¿Sabes lo que me impresiona de Roberts? –te dije una vez-: su muerte. Se enfrentó a<br />

el<strong>la</strong> mejor vestido que nunca. Ante <strong>la</strong> Is<strong>la</strong> de los Loros, contra un navío de George I. Murió de<br />

un cañonazo. Y toda su tripu<strong>la</strong>ción, fiel hasta el final, descendió con él a los abismos como una<br />

escolta fantasmal. Esa imagen me eriza.<br />

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