la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />
-Me dijo mamá que tienes una casa muy bonita, llena de muchas cosas hermosas.<br />
Tienes que enseñárme<strong>la</strong> un día.<br />
-Sí – dijo tu padre-. Tienes que enseñárse<strong>la</strong> un día. Alejandra es muy rara, le gustan<br />
mucho los libros y esas cosas.<br />
Volviste a sorber <strong>la</strong> pajita de <strong>la</strong> Coca-Co<strong>la</strong> y mirándome le diste un casi imperceptible<br />
toque con <strong>la</strong> puta de <strong>la</strong> lengua. Tus <strong>la</strong>bios estaban bril<strong>la</strong>ntes, húmedos. Los hombros delicados<br />
caían a lo <strong>la</strong>rgo del sillón de mimbre y moviste <strong>la</strong> cabeza airosamente para quitarte el pelo de <strong>la</strong><br />
cara.<br />
–Un día de éstos –dije yo; y fijé mi mirada, para que tú te dieses cuenta, en el<br />
abultamiento de tu pubis en el bañador. Después te miré a los ojos y tú me miraste, y sonreíste.<br />
Y entonces bajaste los ojos con todo el descaro posible hacia mi entrepierna que mi verga,<br />
ardiente, iba hinchando.<br />
Era una tarde muy calurosa, y el sudor te cubría.<br />
Soñé con tu sudor sobre aquel<strong>la</strong> espalda, en tus pechos, en tus axi<strong>la</strong>s, en tu culo.<br />
-Mañana no tengo nada que hacer –dijiste–. Si quieres me acerco con <strong>la</strong> bicicleta hasta<br />
tu casa.<br />
“Es el<strong>la</strong>”, me dije. Es el<strong>la</strong>. La que había soñado y <strong>la</strong> que a veces había medio aparecido<br />
en otras criaturas amadas. Pero ésta sí es, ésta es el<strong>la</strong>, por completo, sin fisuras. Y me ha<br />
“olfateado”. Tiene tantas ganas de que estemos juntos como yo. Soñé tu desnudez. Te vi ya<br />
acariciándome y acariciando yo tu cuerpo orgulloso. Eso era todo cuanto quería en ese instante.<br />
Pensé en cuántos grandes del Arte habían enloquecido por criaturas como tú: Dante se enamoró<br />
de una Beatriz de nueve años; doce tenía <strong>la</strong> Laura de Petrarca; los mismos que el Marqués de<br />
Sade adjudica a Justine al comienzo de su educación turbulenta; diez eran los de <strong>la</strong> “esbelta<br />
corza” que soñó Goethe para su Helena, y catorce, como tú, los que obnubi<strong>la</strong>ron a Fausto.<br />
Doce tenía Clelia Conti cuando su belleza hechizó a Fabrizie del Dongo en <strong>la</strong> carretera de<br />
Milán, quince <strong>la</strong> mariposa Cio-Cio-San. También Byron amó a esos seres magníficos. Y<br />
Nabokov. Tantas ensoñaciones se agolpaban en mi cabeza en aquel instante que creí que iba a<br />
estal<strong>la</strong>rme. Estaba tan seguro –y ya ves que no me equivoqué– de que por fin había encontrado<br />
lo que durante tanto tiempo busqué cuerpo tras cuerpo: alguien con quien levantar por fin un<br />
Universo consagrado a <strong>la</strong> inteligencia y el p<strong>la</strong>cer, sobre <strong>la</strong>s ruinas de este mundo.<br />
Al día siguiente fuiste a verme, y comprobé que de verdad mi casa, mi “caldo de<br />
cultivo”, te emocionaba, que era “eso” lo que tú habías también deseado.<br />
¿Te acuerdas de aquel<strong>la</strong> primera vez?<br />
Nos convertimos en amantes sin titubeos, ni extrañeza. No tuvimos que decirnos nada.<br />
Yo te había enseñado parte de <strong>la</strong> biblioteca, te dejé hojeando una antigua edición de Verne y fui<br />
a poner un disco, Zarah Leander, y me senté en el diván y me serví una copa.<br />
-¿Quieres beber algo? – te pregunté.<br />
Asentiste. Dejaste el libro y viniste hacia mí. Sin dejar de mirarme y sonriendo. Me<br />
quitaste el vaso de <strong>la</strong> mano, te sentaste en mis rodil<strong>la</strong>s, en mis muslos, y me besaste <strong>la</strong>rga,<br />
suavemente. Abriste mi boca con tu lengua y removiste mis <strong>la</strong>bios mientras tus brazos tenues y<br />
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