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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

te subiste un poco <strong>la</strong> falda. Vi el comienzo de un muslo esplendoroso. Tus rodil<strong>la</strong>s me gustaron y<br />

me hicieron fijarme más, y, sí, el muslo ascendía, terso, rotundo, enfundado en <strong>la</strong> te<strong>la</strong> hacia un<br />

culo que muy bien se marcaba con <strong>la</strong> sil<strong>la</strong>.<br />

-Fue <strong>la</strong> insistencia de tu mirada lo que hizo que yo me decidiera.<br />

Me encantaba aquel juego. Era como si nos echásemos un pulso tratando de desarrol<strong>la</strong>r<br />

un re<strong>la</strong>to:<br />

-Aquel<strong>la</strong> noche volvimos a encontrarnos –continué- en el baile que <strong>la</strong> organización<br />

había montado en una p<strong>la</strong>taforma sobre el Danubio. Nos encontramos ante <strong>la</strong> mesa donde<br />

servían <strong>la</strong> bebida.<br />

fuego.<br />

-Yo estaba observándote, y, en cuanto te vi junto a <strong>la</strong> mesa, me acerqué. Por eso te pedí<br />

-Sí, noté algo. Y en ese momento reparé en que eras mucho más bonita de lo que había<br />

pensado. Por eso te dije que vinieses a mi mesa.<br />

-Me gustó tu forma de hab<strong>la</strong>r. El apasionamiento que demostrabas.<br />

-Yo pensé que eras una mujer muy sensible. Y tenías una boca preciosa.<br />

-A mí me encantaban tus manos.<br />

-Dos horas más tardes estábamos en tu habitación del hotel.<br />

-Yo me l<strong>la</strong>maba Eva. Era profesora de Universidad, en Berlín. Debía tener treinta y<br />

cinco años –te levantaste y fuiste a servirme una copa-. ¿Te parece bien esa edad, no? –dijiste.<br />

-Perfecta –te contesté.<br />

-Pero había cierta esbeltez en mi cuerpo y sobre todo un aire infantil en mis gestos. Digo<br />

esto porque así, me imagino, te pondré más caliente. El pelo… cortito. ¿Cortito o <strong>la</strong>rgo?<br />

-Cortito –te dije-. Y tus ojos son profundos, limpios, de notable belleza serena. Y tu boca<br />

tenía un suavísimo temblor irisado.<br />

-Ya estamos en <strong>la</strong> habitación del hotel –dijiste.<br />

-Cuando te desnudaste vi que tu pecho conservaba una tersura no muy frecuente a tu<br />

edad, y tu vientre revivía aún una ilusión de juventud. El pelo que cubría tu pubis era muy<br />

negro y rizado.<br />

-Deja los coños iguales –me dijiste riéndote.<br />

-Bueno. Tu coño tenía como una ve<strong>la</strong>dura cobriza. Cuando nos acostamos, tú te<br />

quedaste bastante quieta. Yo tomé, después de besar<strong>la</strong>, tu mano y <strong>la</strong> llevé hasta mi sexo y te hice<br />

que lo acariciases. Noté cierta inexperiencia, cierta torpeza. Te abrazaste a mí, según me<br />

pareció, con un poco de miedo, insegura. Yo pensé que iba a ser uno de esos polvos<br />

desafortunados, aburridos, desabridos, que de vez en cuando nos manda el Señor; de esos que<br />

uno no se levanta y se va porque ha recibido una esmerada educación. Estabas a mi <strong>la</strong>do, casi<br />

inerte. Sin embargo noté <strong>la</strong>nguidez en aquel cuerpo, cierto evanescente fulgor en los ojos. Llevé<br />

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