la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />
-Espera, espera –dijiste, y cogiendo <strong>la</strong> última torrija <strong>la</strong> pusiste junto a <strong>la</strong> cabeza de mi<br />
pol<strong>la</strong>; entonces continuaste masturbando con tu mano y el chorro de mi leche caliente cayó<br />
sobre <strong>la</strong> torrija, cubriéndo<strong>la</strong> como una nata exquisita. Tomaste entonces <strong>la</strong> torrija y te <strong>la</strong><br />
comiste.<br />
-Así está mejor –dijiste.<br />
Caí sobre <strong>la</strong> cama, exhausto, feliz. Te tumbaste junto a mí.<br />
-Un día me voy a traer ensa<strong>la</strong>dil<strong>la</strong> de mariscos –dijiste.<br />
Mira que me gusta, ver comer a <strong>la</strong>s mujeres. Hay algo mágico, misterioso, en <strong>la</strong> comida.<br />
Cuando veo a una mujer comer con alegría, disfrutando, me pongo cachondo. Y está bien, de<br />
vez en cuando, darse uno, con alguien a quien quieras, una comida brutal, de ésas que parece<br />
que vas a reventar. Ya no es <strong>la</strong> sensación p<strong>la</strong>centera del gusto, sino el hartazgo, <strong>la</strong> devoración<br />
pura y simple, esa plenitud lindante con <strong>la</strong> muerte. Y me gustaba verte así, como un animalillo –<br />
con <strong>la</strong> furia con que mis perros se arrojan sobre su comida-, rebosante de miel, sucia, pegajosa,<br />
espléndida.<br />
Nos quedamos, uno junto al otro, con los ojos cerrados, mientras nuestras respiraciones<br />
iban serenándose. La Traviata seguía en su cinta.<br />
-Fíjate bien ahora –te dije. La Cal<strong>la</strong>s iba a empezar “Teneste <strong>la</strong> promessa”. Te arrebujaste<br />
conmigo. Tus mejil<strong>la</strong>s rozaban mi pecho. Apretaste más tu abrazo.<br />
-¡Ummmmmmm! –suspiraste-. Qué feliz soy.<br />
-Yo también.<br />
“E tardi!” Sentíamos esas pa<strong>la</strong>bras como si nos arañaran. Sí, nunca hubo una Violetta<br />
como ésa Cal<strong>la</strong>s en el 58. Nadie ha cantado nunca como el<strong>la</strong>, ahí, ese adiós a los bellos sueños<br />
del pasado. “Addio, del passato bei sogni ridenti…” Estaba tan emocionado, que dos lágrimas<br />
resba<strong>la</strong>ron de mis ojos.<br />
-Te quiero –dijiste.<br />
Yo acaricié tu cabeza. Encendí un cigarrillo y contemplé el humo que ascendía. Ese<br />
último balbuceo: “Se una pudica vergine”. Aspiré profundamente. Sentí tu muslo meterse entre los<br />
míos. Nos adormecimos. Cuando abrimos los ojos, eran <strong>la</strong>s dos y media. Echamos otro polvo,<br />
nos vestimos y te acompañé hasta cerca de tu casa.<br />
Fue una noche hermosa, y cómo su recuerdo acompaña ahora esta espera, esta espera<br />
ansiosa, <strong>la</strong>rga, casi desesperada. Vuelve.<br />
La otra noche pasaron por televisión El intendente Sansho de Mizogushi. Tú ya viste de él<br />
Los amantes crucificados y Los cuentos de <strong>la</strong> Luna pálida. Te he dicho mucha veces que pensaba que<br />
Mizogushi es el más grande director de cine de <strong>la</strong> historia; sí, él y Orson Welles. Qué curioso es<br />
el cine. Es quizás el único arte que puede producir una pieza perfecta, inolvidable, aun no<br />
siendo grande. Porque no te hablo ya de esos pocos nombres que vue<strong>la</strong>n <strong>la</strong>s alturas que Bach o<br />
Stevenson, Dante o Velázquez. Sino de esas muchas otras obras que, firmadas por autores que,<br />
en <strong>la</strong> literatura, por ejemplo no sobrepasarían <strong>la</strong> fama de un Rutilius C<strong>la</strong>udius Namatianus o un<br />
Tomás Gómez de Carvajal, sin embargo, por indescifrables conjunciones de ciertas actrices o<br />
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