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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

Dios, cómo <strong>la</strong> deseaba. Puse en práctica todo cuanto he aprendido en estas artes. Nada. A <strong>la</strong>s<br />

cinco, ya solo, en mi cama, me maldije.<br />

Situaciones tan poco airosas como <strong>la</strong> que refiero se repitieron a lo <strong>la</strong>rgo de varias<br />

semanas. Mis urgencias físicas iban en aumento. Recurrí a una masturbación frenética. Pero<br />

nada me ap<strong>la</strong>caba. Caroline me aseguraba impertérrita que no podía acceder a mis deseos,<br />

porque me amaba y quería entregárseme en el momento oportuno, ya que –y aquí adoptaba<br />

unos ojos de satén como los del Papa Pío XII cuando miraba a su canario- “lo nuestro iba a ser<br />

para toda <strong>la</strong> vida”, y mira tú si tendríamos tiempo. Yo le razoné que considerando los quince<br />

años que le llevaba de ade<strong>la</strong>nto en este Valle de Lágrimas, desafortunadamente mi vida daría<br />

para menos y no convenía desaprovechar el tiempo. Todo resultó inútil. Terminé tratando de<br />

convencerme a mí mismo de que al menos el exotismo de <strong>la</strong> aventura inducía a perseverar en<br />

el<strong>la</strong>. Pero cada día estaba más nervioso; no podía concentrarme para escribir, sufría pesadil<strong>la</strong>s y<br />

otras nocturnas incomodidades. Caroline me hacía pasar <strong>la</strong>s tardes visitando con el<strong>la</strong> grandes<br />

almacenes, he<strong>la</strong>derías, bares al aire libre nada recomendables para mi salud.<br />

Y a finales de Marzo, me l<strong>la</strong>maron desde Barcelona. Tenía que dar una conferencia.<br />

Caroline me susurró: “No sé cómo voy a resistir estar sin verte aunque sea tres o cuatro días”. A<br />

punto estuve de cance<strong>la</strong>r el viaje. El<strong>la</strong> me l<strong>la</strong>maba cada noche: “¿Cuándo vienes? Qué bien.<br />

Cómprame algo. Te quiero. Un beso. ¿Cómo de grande? Así de grande”. Regresé en el primer<br />

vuelo que pude, y reemprendimos <strong>la</strong> peregrinación desquiciadora. Por fin, una noche,<br />

inesperadamente, consintió en subir a mi casa. Una vez allí, fortificado por el viejo Johnny<br />

Hodges y el viejo Ben Webster, una botel<strong>la</strong> de vodka y <strong>la</strong> inminencia del esplendor, ataqué con<br />

toda mi caballería.<br />

La recosté en <strong>la</strong> cama y empecé a besar<strong>la</strong>. Levanté su vestido y contemple por vez<br />

primera aquel<strong>la</strong>s piernas color de miel irisadas de un vello dorado. Sus muslos turbulentos que<br />

se apretaban. Y allí estaba su coño marino sombreando un braguita b<strong>la</strong>nca y delicada,<br />

ligeramente abultada en el Monte de Venus. Hundí mi rostro en aquel<strong>la</strong> delicia y sentí penetrar<br />

en mí el aroma dulzón, ese aroma que viene de más allá de <strong>la</strong> creación del Universo. La pol<strong>la</strong><br />

me reventaba los pantalones. Besé sus muslos. Qué suaves eran en sus <strong>la</strong>dos internos, qué<br />

delicadeza. Sin dejar de estrechar<strong>la</strong>, subí hasta su boca y <strong>la</strong> besé. El<strong>la</strong> suspiraba y cerraba los<br />

ojos dejando ir su cabeza hacia atrás, esparciendo sobre <strong>la</strong>s sábanas aquel<strong>la</strong> cabellera de oro por<br />

<strong>la</strong> que yo había empeñado mi memoria. Exquisitamente fui acariciando sus caderas, su culo<br />

fantástico y logré introducir, primero un dedo, luego, dos y, por último, y no sin cierta<br />

perplejidad, cuatro, en aquel radiante coño de los coños, cueva encantada de mi vida. Cuando,<br />

con <strong>la</strong> mano que me quedaba libre había empezado yo a aligerarme el pantalón, Caroline me<br />

detuvo, furiosa, y librándose de mi abrazo saltó de <strong>la</strong> cama.<br />

-¿Qué te has creído? –me gritó ofendidísima.<br />

-Mujer… yo –repuse–. Es para que no te quedes luego nerviosa…<br />

Verdaderamente a lo <strong>la</strong>rgo de <strong>la</strong> historia se han escuchado justificaciones más airosas.<br />

-Llévame a casa –ordenó Caroline.<br />

-Pero, por favor, date cuenta… -me disculpé mientras trataba de limpiarme los dedos en<br />

<strong>la</strong> tapicería de un diván.<br />

-Sólo piensas en “eso” –dijo Caroline dándome <strong>la</strong> espalda.<br />

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