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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

crescendo y también de un crescendo tal en el ímpetu de nuestros movimientos que empecé a temer<br />

por todo mi sistema genito-urinario.<br />

-¡Sigue! ¡sigue! ¡sigue! ¡sigue! ¡sigue! –gritabas, ignoro si dirigiéndote a mí o alentándote<br />

a ti misma.<br />

-Creo –te dije, sujetándote por <strong>la</strong>s caderas con firmeza, hasta lograr pararte-, creo…<br />

que si sigues así, no vamos a durar ni un minuto. Para un poco, ven aquí –y te señalé <strong>la</strong> sábana<br />

junto a mí-. Déjame que te acaricie, ven.<br />

Quería tocarte, besarte entera. Acariciar ese cuerpo que tan fastuosa excitación me<br />

había producido bajo <strong>la</strong> luz de quirófano del DC9. Adoraba, deseaba <strong>la</strong> opulencia de tu coño<br />

perfecto, su diseño exquisito, los horizontes de grandeza de tu grupa salvaje, <strong>la</strong> carnosa suavidad<br />

de tus <strong>la</strong>bios sonrientes y bril<strong>la</strong>ntes. En cuanto te tumbaste junto a mí, te abracé con pasión y<br />

mordí tus <strong>la</strong>bios amados, metí mi lengua en tu boca. Mi mano acarició tus pechos y lentamente<br />

empezó a bajar por tu vientre hasta llegar a <strong>la</strong> Is<strong>la</strong> del Tesoro. ¡Qué humedades, Dios de los<br />

Ejércitos! Mis dedos chapoteaban hundidos en aquel lomo de cebellina y al removerlo una<br />

fragancia ácida y estupefaciente me envolvió. Iba yo a beber esos líquidos de <strong>la</strong> eterna juventud,<br />

cuando nos dimos cuenta de que Beatriz; tus padres y Pepe debían estar inquietos<br />

esperándonos. Le diste un beso a mi pol<strong>la</strong>, te subiste sobre el<strong>la</strong>, te <strong>la</strong> introdujiste con habilidad<br />

de ma<strong>la</strong>barista y, recomenzando tu trepidación de ta<strong>la</strong>dradora y unos muy estimu<strong>la</strong>ntes “¡Qué<br />

gorda <strong>la</strong> tienes hoy!” “¡Sigue!” “¡Sigue!”, dimos fin a nuestra ansiedad en menos que canta un<br />

gallo. Yo me consolé mientras nos vestíamos, considerando que al fin y al cabo <strong>la</strong>rga sería <strong>la</strong><br />

noche y acaso lográsemos otra escapada. Veinte minutos más tarde estábamos sentados en un<br />

bar con toda <strong>la</strong> pandil<strong>la</strong>. Luego fuimos a comer papas aliñás al estudio de José Manuel Melero.<br />

Me hubiera gustado rega<strong>la</strong>rte aquel cuadro suyo que tanto te gustó, aquel<strong>la</strong> dama de ojos grises<br />

divinos –“Es alguien que después de veinticinco años, aún no he olvidado”, te dijo Melero,<br />

enigmático (debía de referirse a un viejo amor)-. Hay tantas cosas que no te he rega<strong>la</strong>do, que no<br />

he podido rega<strong>la</strong>rte.<br />

En Sevil<strong>la</strong> pasó algo que me encendió mucho: ha sido <strong>la</strong> única vez en estos años en que<br />

te he visto celosa, en que has demostrado que tenías celos. Fue en aquel bar, con todos los<br />

amigos de Pepe, mientras esperábamos, saturados de alcohol, otro paso gloriosísimo. Había en<br />

el grupo una jovencita –me parece que cata<strong>la</strong>na- sumamente receptiva a cualquier diversión.<br />

Aquel<strong>la</strong> preciosidad no tardó (dos o tres ginebras) en empezar a valorar los escalones que yo<br />

podía ayudarle a subir en su –según el<strong>la</strong>- decidida vocación cinematográfica. Yo miraba absorto<br />

sus piernas adolescentes, morenas, incuestionables nacidas para ser acariciadas por un<br />

connaisseur. El<strong>la</strong> dijo: “Porque c<strong>la</strong>ro tú pero además si está c<strong>la</strong>rísimo, ¿no?”. Yo aventuré:<br />

“Señorita, en el inicio de sus muslos creo ver <strong>la</strong> luz que iluminó a Virgilio mientras soñaba La<br />

Eneida”. El<strong>la</strong> agregó: “A mí es que me gusta mucho eso, ¿no?”. Yo sólo atiné a asegurarle: “Sus<br />

ojos, admirable jovencita, polvo serán, mas polvo enamorado”.<br />

Estabas enfrente, y me miraste furiosa.<br />

-Tenemos que irnos, ¿no? Quiero ver<strong>la</strong> entrar.<br />

Te referías, c<strong>la</strong>ro está, a <strong>la</strong> Virgen en su iglesia. Echaste una mirada de azufre a <strong>la</strong><br />

jovencita aquel<strong>la</strong>. Cómo me excitaste. Verte celosa era una experiencia apasionante, una<br />

sensación que me recorría toda <strong>la</strong> piel. La rabia te daba una especial transparencia, como una<br />

Luna de alcohol, y <strong>la</strong> situación se convirtió en un diamante.<br />

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