la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />
Un dì felice, eterea<br />
mi balenaste innante<br />
e da aquel dì tremante<br />
vissi d´ignoto amor,<br />
di aquell´amor ch´è palpito<br />
dell´universo intero,<br />
misterioso, altero,<br />
croce e delicia al cor.<br />
De La Traviata.<br />
¿Recuerdas cómo empezó todo, aquel día de Julio cuando nos “encontramos”? Yo<br />
estaba bebiendo un gin-tonic en tu casa, mientras Beatriz hab<strong>la</strong>ba con tu madre de no sé qué<br />
re<strong>la</strong>cionado con una exposición que <strong>la</strong>s dos querían visitar en Venezia. Tú estabas bañándote en<br />
<strong>la</strong> piscina. No te había visto desde el año anterior: entonces aún eras casi una niña. Bien es<br />
cierto que en tus ojos siempre vi bril<strong>la</strong>r esa luz sagrada que tan bien reconozco. Pero aún eras<br />
demasiado infantil. Aquel día de Julio, no. Cuando saliste de <strong>la</strong> piscina y te acercaste a mí,<br />
mojada, esbelta, bronceada, con el sol que te iluminaba como un aura tu bello finísimo y<br />
ambarino, aquel<strong>la</strong> tarde ya eras ese otro ser extraordinario y fugaz, ese animal esplendoroso en<br />
que <strong>la</strong>s mujeres se convierten durante un breve espacio de sus vidas, antes de entrar en <strong>la</strong> plena<br />
adolescencia y recién llegadas de <strong>la</strong> brutal crisálida infantil.<br />
Me miraste y algo vi en tus ojos que fue como una mano ap<strong>la</strong>stándome contra mi sillón<br />
de mimbre. Me <strong>la</strong>tían <strong>la</strong>s sienes. Tus <strong>la</strong>bios estaban húmedos. Y sonreías, ¡cómo sonreías!<br />
Echaste <strong>la</strong> cabeza hacia un <strong>la</strong>do y te sacudiste <strong>la</strong>s gotas de agua. Tu mirada azul me desnudó.<br />
Tus padres nos presentaron una vez más.<br />
-¿Te acuerdas de Alejandra? Ha pegado un estirón, ¿verdad?<br />
Un estirón… Qué sabían ellos. Yo te besé, mejor dicho, recibí tu beso, y sentí un calor<br />
que me abrasaba; tus <strong>la</strong>bios parecían quemar como una rozadura. Estaba c<strong>la</strong>ro que sabías muy<br />
bien lo que querías y a quién besabas. Ese vaho letal que anidaba en ti no era algo so<strong>la</strong>mente<br />
encarnado en <strong>la</strong> belleza, sino en un muy determinado “aire” de esa belleza, una gracia inefable.<br />
No eras <strong>la</strong> criatura que emociona por su vivacidad, su hermosura tentadora. Tú eras otra cosa.<br />
Ya eras “esa” otra cosa.<br />
La flecha que me asestó Cupido nada más contemp<strong>la</strong>r el espectáculo majestuoso de tu<br />
cuerpo avanzando hacia mí fue de <strong>la</strong>s que abren (y no cierran nunca) <strong>la</strong>s carnes mejor curadas.<br />
Aún hoy, a tanta distancia de aquel día, todavía se me ponen los pelos de punta. Es imposible<br />
describirte lo que emanabas. El aura de fascinación, deseo y locura que avanzaba contigo, no<br />
sale en <strong>la</strong>s fotografías. ¡Había que verlo, había que estar allí! El resp<strong>la</strong>ndor de ese ser del alba de<br />
<strong>la</strong> adolescencia, tus movimientos como somnolientos; tu pelo moreno que doraba el sol, tus ojos<br />
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