la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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José#María#Álvarez#<br />
nupcial. Pero de todas formas, a pedazos, nosotros hemos levantado un reino magnífico. Y ese<br />
reino no es so<strong>la</strong>mente el reino de <strong>la</strong> vida, sino el sueño de <strong>la</strong> Civilización.<br />
Cómo te encantaba <strong>la</strong> vida de Brummell. Empezando por su final, por ese testimonio<br />
indeclinable, asombroso, cuando en <strong>la</strong>s puertas de <strong>la</strong> muerte, ya pobre y solo y mirándose en el<br />
espejo de <strong>la</strong> locura, aún cada noche se enga<strong>la</strong>naba para esperar “a <strong>la</strong> Ing<strong>la</strong>terra muerta”, los<br />
días de su esplendor. Y no era tan sólo ese coqueteo con <strong>la</strong> destrucción lo que te admiraba, sino<br />
esa sólida y radiante afirmación de dignidad, <strong>la</strong> más orgullosa y apasionada supervivencia de<br />
aquello que había sido cuanto bril<strong>la</strong>ba como el sol. Tú veías ese brillo aún, acaso más<br />
fulgurante, en esa deso<strong>la</strong>da ceremonia.<br />
-¿Te has dado cuenta –me dijiste una vez- de que no hay mujeres en su vida?<br />
No. No <strong>la</strong>s hay. Hubieran significado una pasión que <strong>la</strong> única de su existencia (su<br />
imagen) no podía compartir. Pero precisamente ese alejamiento, esa inaccesibilidad le trajo <strong>la</strong><br />
más inalterable devoción por parte de <strong>la</strong>s damas, pues, si bien humil<strong>la</strong>ba en el<strong>la</strong>s, como dice<br />
d’Aurevilly, su orgullo novelesco, hacía soñar su orgullo corrompido.<br />
A mí lo que me apasiona de Brummell es una imagen que su evocación me produce: <strong>la</strong><br />
de una cima he<strong>la</strong>da presidiendo <strong>la</strong> Ing<strong>la</strong>terra elegante de los primeros quince años del siglo<br />
pasado. Tan he<strong>la</strong>da en su superioridad que hasta lo llevó a enfrentarse a su protector, el<br />
Príncipe de Gales. ¿Pero cómo podía Brummell aceptar algo por encima de su imagen? Qué<br />
hermoso final, que elegante. Yo daría lo que fuese –y tú, qué voy a decirte- por haber asistido a<br />
una de aquel<strong>la</strong>s cenas de su reinado casi póstumo. Cuando, ya abandonado de todos, en <strong>la</strong><br />
ruina, loco, cada noche se disfrazaba con su viejo uniforme de húsar, disponía una cena y<br />
aguardaba fantasmales invitados. Y él mismo los anunciaba. Y en esa voz, más allá de <strong>la</strong> dicha o<br />
del horror, desfi<strong>la</strong>ban el Rey y <strong>la</strong> nobleza de Ing<strong>la</strong>terra, <strong>la</strong>s damas y los caballeros que habían<br />
hecho resp<strong>la</strong>ndecer los salones de su juventud.<br />
Me acuerdo –y me estoy empalmando al pensarlo- de aquel día de los caracoles y <strong>la</strong>s<br />
torrijas. Acababa yo de regresar de Sevil<strong>la</strong>, <strong>la</strong> noche antes; era lunes de Pascua, uno de esos días<br />
que maldecíamos, porque eran los únicos en que tú tenías excusa para volver a casa muy tarde,<br />
pero eran los que más dificultades me p<strong>la</strong>nteaban a mí para poder estar contigo a esas horas.<br />
Hubo tantos sábados, tantas fiestas, que me resultaban insoportables, angustiosas, imaginándote<br />
en cualquier bar -¿y con quién? (porque tenías que salir, debías llevar una vida lo más normal<br />
posible, ante tus padres)- o bai<strong>la</strong>ndo en alguna discoteca, o qué sé yo… Cómo odiábamos esas<br />
noches, “porque, además, acabo siempre triste. No me divierto. Estoy pensando que tú no estás.<br />
Y a veces hasta soy antipática, desagradable, con mis mejores amigos”, me habías dicho más de<br />
una vez.<br />
¡Una semana <strong>la</strong>rga sin verte! No hubo forma de convencer a tus padres para que<br />
hubiésemos ido otra vez juntos a <strong>la</strong> Semana Santa. ¡Cómo te eché de menos! Era como si me<br />
quemasen los recuerdos del año anterior, cuando sí pudimos estar juntos en Sevil<strong>la</strong>. Qué locura.<br />
Veía por todos <strong>la</strong>dos tu mirada de asombro, traspasándome con tu emoción ante ese esplendor<br />
que no es posible explicar, que hay que ver, estar allí, mezc<strong>la</strong>dos con el gentío, agotado de<br />
andar, de esperar ese Paso en esa calle, el otro en aquel<strong>la</strong> esquina. Veía erizarse el vello de tus<br />
brazos cuando <strong>la</strong> Virgen de <strong>la</strong> Amargura dobló por La Campana, sonando su marcha. O<br />
cuando <strong>la</strong> Trianera apareció en el puente, majestuosa, entrando en Sevil<strong>la</strong>, y aquel<strong>la</strong> Luna llena<br />
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