la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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José#María#Álvarez#<br />
En esas tardes que a veces tomábamos el libro y nos deleitábamos leyendo, cómo<br />
bril<strong>la</strong>ban tus ojos. A mí ese brillo me emocionaba, porque denotaba hasta qué punto intuías<br />
dónde estaba <strong>la</strong> verdadera grandeza de Stevenson. Imágenes que se incorporaban leídas por mí<br />
al río de tu más victoriosa memoria, como relámpagos, imborrables como muchos de nuestros<br />
propios momentos, de nuestra propia experiencia.<br />
Una tarde me decías:<br />
-Léeme <strong>la</strong> muerte del capitán y cuando Hawkins abre el cofre. Ese olor. Ese olor a<br />
tabaco, a brea… Y aquel<strong>la</strong>s caraco<strong>la</strong>s de <strong>la</strong>s Antil<strong>la</strong>s.<br />
Otra:<br />
-¿Y cuando el ciego Pew muere ap<strong>la</strong>stado por los caballos?<br />
Yo te ayudaba a desentrañar esa grandeza. Te hab<strong>la</strong>ba de <strong>la</strong> muestra que corta el viento<br />
en el portón de <strong>la</strong> hostería, de un gesto del doctor Livesey que repentinamente nos descubre,<br />
como también sucede con el irreprochable Squire, los filibusteros que anidan en sus corazones;<br />
o <strong>la</strong> dignidad imprevisible del degenerado Israel Hands en el par<strong>la</strong>mento: “Treinta años llevo<br />
navegando”; en el instante de izar <strong>la</strong> bandera de <strong>la</strong> empalizada; el reflejo de <strong>la</strong>s luces de La<br />
Hispanio<strong>la</strong> cuando vira por <strong>la</strong> marea; los gritos de los marineros abandonados en <strong>la</strong> is<strong>la</strong>. Pero<br />
sobre todo hablábamos de ese amigo y maestro -¿qué niño no sueña con tenerlo por<br />
compañero?-, John “el Largo”, enseñando a vivir. A sobrevivir. Cuánto amábamos a Silver, qué<br />
dichosos fuimos con él.<br />
-Cuando el re<strong>la</strong>to acaba –te dije un día-, Jim Hawkins ya sabe qué es preciso para<br />
convertirse en un miembro, quizá prec<strong>la</strong>ro, de su comunidad. Pero también, y recuerda esto<br />
siempre, que nunca podrá apagar en su alma <strong>la</strong> l<strong>la</strong>mada del mar, <strong>la</strong> libertad bajo <strong>la</strong> Jolly Roger y<br />
<strong>la</strong> maravil<strong>la</strong> de <strong>la</strong> ilusión que lo llevó hasta el oro escondido. Los últimos chillidos del loro,<br />
“¡Doblones! ¡Doblones!”, dan a La is<strong>la</strong> del tesoro su extraña, sombría e inmutable grandeza.<br />
Porque Stevenson ha escrito, con <strong>la</strong> fuerza del encantamiento de los viejos contadores de<br />
cuentos, el ansia de nuestro corazón.<br />
La última vez que estuvimos juntos, antes de que te fueses a estudiar a Estados Unidos,<br />
comprendí que éramos absolutamente indestructibles. Que nunca dejaríamos de estar juntos,<br />
pasase lo que pasase. Había ya tanta sabiduría en <strong>la</strong> vehemencia de nuestros <strong>la</strong>bios y miradas,<br />
en <strong>la</strong> fiebre de nuestras manos… Vi que <strong>la</strong> obra estaba acabada, como sabes –esa forma<br />
misteriosa de conocimiento- que una página es inmejorable, que ya “es” por sí misma, que te<br />
pertenecerá para siempre, pero que ya es también del mundo y que está ahí, para ser admirada.<br />
Después de cuatro años de amarnos, de devorarnos, de mode<strong>la</strong>rnos el uno al otro, de<br />
destrozarnos, de entregarnos <strong>la</strong> dicha, nuestra re<strong>la</strong>ción había llegado a ser invulnerable como el<br />
viento: <strong>la</strong> luz en <strong>la</strong> cima de <strong>la</strong> Libertad. Ningún avatar podía ya humil<strong>la</strong>r<strong>la</strong>. Porque nada podría<br />
ya borrarnos a uno en el otro. En nuestro deseo, en nuestra pasión, en nuestro amor no había ni<br />
envejecimiento ni muerte. Era el brillo del sable de Morgan en el instante de furiosa tempestad<br />
en que el delirio del saqueo alza su paroxismo de alegría y de gloria.<br />
Viniste al apartamento. Nunca te había visto moverte con tal prestancia, tan<br />
orgullosamente. Te dejaste caer en mis brazos y me besaste <strong>la</strong>rgamente. Tu lengua cálida<br />
acarició mis encías, mis dientes, se entre<strong>la</strong>zaba con <strong>la</strong> mía, mientras mis manos, locas,<br />
desesperadas, te sofaldaban y recorrían feroces tu vientre, tus muslos, tu culo, tus caderas. Te<br />
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