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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

-Nos quedamos abrazados, con mi pol<strong>la</strong> entre tus piernas y chorreando, y en un silencio<br />

de funeral maronita. Poco a poco nuestras respiraciones fueron adquiriendo su desarrollo<br />

normal. Por fin pudimos abrir los ojos.<br />

-Ha sido increíble, musitó Eva, abrazándote más estrechamente. Nunca me había<br />

corrido así. Increíble.<br />

-Debe de ser influjo de <strong>la</strong> ciudad, dije yo. Budapest es célebre por esto.<br />

-No te rías de mí, dijo Eva –dijiste y me besaste en el cuello-. Ha sido increíble. Creí que<br />

me desmayaba. No podía resistirlo. –Tus ojos estaba calientes como si acabases de correrte.<br />

-Te contemplé con ternura. Tu cuerpo me parecía más bello que antes, como si el<br />

p<strong>la</strong>cer hubiera endurecido tus músculos. Tus muslos bril<strong>la</strong>ban mojados por esos jugos que aún<br />

chorreaban de tu coño. Ese coño parecía flotar en una nieb<strong>la</strong>, como los árboles de los bosques,<br />

detenida, cenital. Tus ojos, extraviados, empezaban a serenarse en una suavidad feliz. Me<br />

miraste amorosa. Tus <strong>la</strong>bios tenían un ligerísimo temblor.<br />

-Me gustas, te dije.<br />

-Y tú a mí. Eres hermosa.<br />

-Ya no, dijo Eva.<br />

-Sí eres hermosa, te dije. Y te besé.<br />

-¿Lo era? –me preguntaste. Tu mano acarició mi pelo. Te apretaste contra mi cuerpo.<br />

-Sí. Era verdad. Una hermosura madura, reposada, como el orden de los últimos<br />

cuartetos de Beethoven. Pensé en ese coño que se aferraba a <strong>la</strong> vida con una determinación, con<br />

una pasión que sólo se le otorga a partir de cierta edad. Los que son fieles, te dije, repitiéndote<br />

una frase de Lord Henry que me gustaba, sólo conocen el <strong>la</strong>do trivial del amor. Los infieles son<br />

los que conocen <strong>la</strong>s palpitaciones más violentas e inolvidables.<br />

-Quiero que te quedes conmigo ahora, que durmamos juntos, te pidió Eva.<br />

-Te besé de nuevo. Tu cuerpo emitía un calor extraordinariamente excitante, como si<br />

me inocu<strong>la</strong>ra <strong>la</strong> profundidad de su deseo. Sentí que mi pol<strong>la</strong> se enderezaba bruscamente. Sin<br />

hab<strong>la</strong>r, te eché a un <strong>la</strong>do, abrí tus muslos, besé aquel coño crepuscu<strong>la</strong>r y poniéndome encima te<br />

penetré con suavidad, lentamente. Eva suspiró y también muy suave, muy lentamente se acoplo<br />

a mi cuerpo. Empezamos a movernos muy despacio. Mi pol<strong>la</strong> entraba y salía de aquel reducto<br />

suntuoso y pringoso una y otra vez, lentísimamente y, a cada movimiento mío, Eva respondía<br />

con un suspiro dulcísimo. Estuvimos así, quince, veinte minutos. Por fin, cuando supe que ya era<br />

el momento, aceleré mis movimientos, noté cómo tu culo subía hacia mí, y nos corrimos juntos<br />

en un polvo <strong>la</strong>rgo y maravilloso que pareció arrancarme de cuajo <strong>la</strong> columna vertebral.<br />

-Nos quedamos exhaustos. Encendimos unos cigarrillos y permanecimos sin hab<strong>la</strong>r<br />

<strong>la</strong>rgo rato mientras el día iba c<strong>la</strong>reando <strong>la</strong> habitación. Nos dormimos un poco, no sé cuánto<br />

tiempo.<br />

-Al despertar noté tu rostro en mi vientre. Estabas contemp<strong>la</strong>ndo mi pol<strong>la</strong> que reposaba<br />

caída sobre un muslo. La contemp<strong>la</strong>bas en silencio, con <strong>la</strong>xitud.<br />

# 77#

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