la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />
-Lo que yo no consiga…<br />
-Será una eyacu<strong>la</strong>ción de ahorcado.<br />
Lo último que escuché fue un “¡maricón!” gritado con el mismo vigor con que Don José<br />
Ortega y Gasset afirmó en su día que “esto” no era así. Pero dormí perfectamente. La inmensa,<br />
suave, uterina paz de mi cama para mí solo. Me hice subir una botel<strong>la</strong> de vino y me senté en el<br />
balcón a beber mientras contemp<strong>la</strong>ba el Partenón iluminado y de ese adorable aparatito que<br />
siempre me acompaña, brotaba un cuarteto de Haydn. Me dormí como una criatura de pecho.<br />
Por <strong>la</strong> mañana decidí que ya era hora de regresar a España, así que preparé mi equipaje<br />
y salí a comer. En un restaurante de P<strong>la</strong>ka, me encontré con una modelo de Nueva York, buena<br />
amiga de otros tiempos. La l<strong>la</strong>maremos Cleopatra, porque es un nombre que el<strong>la</strong> odia.<br />
Comimos juntos, dije en recepción que me quedaba un par de días más y pasamos esa tarde, <strong>la</strong><br />
noche y el día siguiente, absolutamente entregados a los p<strong>la</strong>ceres de <strong>la</strong> cama.<br />
Cleopatra tenía un cuerpo crepuscu<strong>la</strong>r, palpitante y deseoso. Me gustaba sobre todo su<br />
culo, una verdadera joya de ese crepúsculo. Recordaba su desnudo, iluminado por una luz<br />
suave de Otoño de Manhattan, tumbada boca abajo sobre unas sábanas marfileñas, <strong>la</strong> delicada<br />
curvatura de su espalda, <strong>la</strong> línea central que se abría en el despliegue soberano y sin par de sus<br />
nalgas redondas y carnosas, y los muslos abriéndose como abandonados y aún bril<strong>la</strong>ntes de<br />
esperma. Su rostro era igual que el de <strong>la</strong> Dama del sombrero negro de Manet, que embellecía el Jeu<br />
de Pomme.<br />
Debo decir que fue todo ver<strong>la</strong> y ponérseme <strong>la</strong> pol<strong>la</strong> como piedra berroqueña. Ya te dije<br />
una vez que Cleopatra es una de <strong>la</strong>s mujeres que mejor me <strong>la</strong> ha chupado en este mundo. Así<br />
pues me <strong>la</strong>ncé de cabeza a aquellos días con <strong>la</strong> seguridad de calmar todas mis ansiedades y de<br />
proporcionarle a mis entendederas de abajo suficiente combustible para los malos tiempos. Y<br />
Cleopatra no me defraudó. Desde que no <strong>la</strong> veía había aprendido dos o tres sutilezas en su ya<br />
prec<strong>la</strong>ro arte de libar que sin duda constituían peldaños definitivos –y casi sin retorno- en <strong>la</strong><br />
escalera de <strong>la</strong> felicidad. En el momento de correrse uno, Cleopatra le propinaba tal estrujón en<br />
<strong>la</strong> base de <strong>la</strong> pol<strong>la</strong> que parecía, al mismo tiempo que hacía salir sus jugos como un cohete,<br />
convertir<strong>la</strong> en una especie de ardiente seta gigantesca a punto de estal<strong>la</strong>r, paroxismo que<br />
Cleopatra aprovechaba, al notar su estremecimiento final e insoportable, para subir su mano<br />
aprisionándo<strong>la</strong> salvajemente, hasta propinar un segundo apretón brutal justo debajo de <strong>la</strong><br />
cabeza. El esperma saltaba como <strong>la</strong>s fuentes del Generalife, y Cleopatra cogía al vuelo <strong>la</strong>s<br />
últimas gotas como <strong>la</strong> lengua de un camaleón. Era formidable. Otra sutileza consistía en<br />
mantener fuertemente estirada hacia su base <strong>la</strong> verga indómita, y limitarse a delicadísimos y<br />
lentos tocamientos con <strong>la</strong> punta de su lengua en el frenillo. La mamada podía durar más de<br />
media hora, y <strong>la</strong> tensión que iba haciéndote adquirir resultaba irresistible. Pero en el instante<br />
final, como si hubiera ido acumulándose a lo <strong>la</strong>rgo de todo tu cuerpo un río de esperma<br />
hirviente, no notabas sólo el tral<strong>la</strong>zo de todo orgasmo, sino que era como si un enorme<br />
sacacorchos tirara del tapón de tu alma, fastuoso arrebato que Cleopatra acrecentaba hasta <strong>la</strong><br />
locura metiéndose <strong>la</strong> pol<strong>la</strong> hasta <strong>la</strong>s amígda<strong>la</strong>s y desarrol<strong>la</strong>ndo una succión, a <strong>la</strong> que<br />
acompañaba de un suspiro bestial, estertóreo, trago que en el segundo y medio que duraba<br />
bastaba para que tú le sometieras hasta <strong>la</strong> raíz de tu memoria. Para <strong>la</strong> tercera astucia te metía<br />
un dedo en el culo. –“Esto a los americanos les enloquece”, aseguraba- mientras sus <strong>la</strong>bios (en<br />
esta delicatesse jamás se utilizaba ni <strong>la</strong> lengua ni <strong>la</strong>s profundidades de <strong>la</strong> boca, sólo los <strong>la</strong>bios)<br />
recorrían <strong>la</strong>teralmente <strong>la</strong> verga con deliciosos chupeteos.<br />
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