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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

amigo. La prefiero por supuesto al cardenal de Retz, Roger de Rabutin o Saint-Evremond. Por<br />

algún secreto camino roza los territorios de Descartes; en algún c<strong>la</strong>ro del bosque conversa con<br />

Corneille (al que, por cierto, siempre distinguió sobre Racine, lo que ava<strong>la</strong> su pa<strong>la</strong>dar). En ese<br />

espejo, el más luminoso en un tiempo de portentosas lunas, se reflejan con <strong>la</strong> misma indiferencia<br />

desde el Rey Sol al cocinero Vatel, y acaso esa pa<strong>la</strong>bra sea <strong>la</strong> c<strong>la</strong>ve de su gloria: indiferencia.<br />

Tanta y tan gozosa, que no se propuso sino cartas que hicieran más llevadera <strong>la</strong> vida de sus<br />

amigos y parientes, que aliviasen su tedio. ¿Sabes que pasaron más de trescientos años hasta que<br />

estas cartas fueron reunidas por Gérard Gailly? Hay alguna que a ti te emocionaría y mucho.<br />

Esa mirada sin tiempo, sabia y libre, <strong>la</strong> maravillosa y feliz contemp<strong>la</strong>ción de unos ojos que<br />

humil<strong>la</strong>ron a Luis XIV, a Richelieu, a Turena, a Condé, a Mazarino, a La Fontaine… Una de<br />

<strong>la</strong>s más libres entre <strong>la</strong>s que ampara el difícil ceremonial de <strong>la</strong> libertad civilizada: airosa como los<br />

cuellos que cien años más tarde se entregarían a <strong>la</strong> cuchil<strong>la</strong> como un baile.<br />

Has acertado. Pero siempre aciertas, mi vida. Estás llena de gozo y en cuanto haces<br />

comunicas ese júbilo, como aquel<strong>la</strong> doncel<strong>la</strong> de Halba, que decía Ibn Arabí, que al sonreír era el<br />

esplendor del sol.<br />

Qué extraordinaria fue aquel<strong>la</strong> Semana Santa que pasamos en Sevil<strong>la</strong>. Yo tenía muchas<br />

ganas de que conocieses esa magnificencia procesional, cuando hasta el aire estal<strong>la</strong> de plenitud<br />

erótica, de exaltación de <strong>la</strong> Hembra. Por eso convencí a tus padres de que fuésemos todos<br />

juntos; algún momento habrá en que Alejandra y yo –pensé- podamos escabullirnos. Te<br />

imaginaba, mientras aún nuestros cuerpos estarán calientes de haber contemp<strong>la</strong>do el paso de <strong>la</strong><br />

Macarena, avanzando –oh instante de oro- decidida, gozosa, excitante, vil y bel<strong>la</strong> hacia <strong>la</strong> cama.<br />

Tuvimos mucha suerte. Como todos los hoteles estaban ya reservados, Pepe Serrallé nos<br />

proporcionó sitio en dos pisos (ya había yo hab<strong>la</strong>do con él de cómo repartir <strong>la</strong>s habitaciones: en<br />

un piso tus padres y Beatriz y yo, y en el otro –en el de Pepe- tú. Así conservábamos un<br />

“santuario”).<br />

El vuelo me lo pasé soñando locuras. Imaginaba que estábamos apretados por una<br />

inmensa muchedumbre, al paso de <strong>la</strong> Virgen. El<strong>la</strong>, en su trono, cimbreaba su esplendor<br />

absoluto, su poderío. Hacía calor. La gente le gritaba requiebros. La música sonaba. Se olía a<br />

cera, a cuerpos. Y nosotros, en el centro mágico de esa muchedumbre enardecida, muy<br />

apretados el uno contra el otro; y en medio de esa excitación divina, yo alzaba tu falda y te <strong>la</strong><br />

metía por detrás, y jodíamos dentro de esa inmensa vulva que encierra a Sevil<strong>la</strong> en esa noche<br />

santa.<br />

Ibas sentada al otro <strong>la</strong>do del pasillo. Yo miraba extasiado tu cuerpo soberano que se<br />

insinuaba en tu vestido, contemp<strong>la</strong>ndo embobado tus rodil<strong>la</strong>s un poco de chico y el inicio de tus<br />

muslos morenos. Tus brazos eran aterciope<strong>la</strong>dos, parecidos a esa fruta nueva, <strong>la</strong> nectarina, y<br />

que es injerto de melocotón romano en fresquil<strong>la</strong>, o algo así. Cuando te levantaste para ir al<br />

<strong>la</strong>vabo y tu culo, apretado por aquel<strong>la</strong> falda sedosa, rozó mis narices, aspiré profundamente. En<br />

ese culo no había, no podía haber engaño: turbante, redondito, mediterráneo, español, que es el<br />

culo de los culos. Algo admirable, orgulloso, con el templo y el garbo de un torero, <strong>la</strong> gal<strong>la</strong>rdía y<br />

el equilibrio de lo perfectamente hecho, de lo inmejorable. Tu culo y tus caderas se perdieron<br />

pasillo atrás, tensas y apretadas, estremecidas, abandonadas en un andar hamacado. Cuando<br />

volviste a sentarte junto a mí, <strong>la</strong> verga me llegaba a <strong>la</strong> nuez. Cruzaste <strong>la</strong>s piernas, el sol por <strong>la</strong><br />

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