la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />
Lamí –con cierto asco, todo hay que decirlo- aquel trocito de carne. Porque en eso se<br />
había convertido lo que era un coño, en un trocito de carne cruda. Lamí y <strong>la</strong>mí, hasta que noté<br />
humedecerse sus <strong>la</strong>bios. Pero yo no conseguía sentirme excitado, y <strong>la</strong> pol<strong>la</strong> (<strong>la</strong> notaba) colgaba<br />
entre mis piernas como huyendo de sus responsabilidades.<br />
-Estás cansado del viaje –dijo, comprensiva-. No te preocupes. Vamos a dormir.<br />
Y nos quedamos dormidos. Poco después, el alba, el alba asesina de Nueva York, entró<br />
por <strong>la</strong> ventana anunciando el día de mi recital.<br />
La lectura en el Spanish Institute transcurrió como cabía esperar. Señoras de notable<br />
elegancia y ojos como de glicerina; caballeros circunspectos; algún crítico, algún poeta. Casi<br />
nadie entendía el español. Menos mal que estaban Barbara Probst Solomon y mi viejo amigo<br />
John Giorno, y después del recital nos fuimos a casa de Barbara y pude pasar unas horas de<br />
agradable conversación.<br />
Al día siguiente di el recital en Columbia. Entre los estudiantes había una jovencita de<br />
aspecto sugestivo. Hablé con el<strong>la</strong> un rato después de <strong>la</strong> lectura, pero vi que el único sueño que<br />
anidaba en <strong>la</strong> aterciope<strong>la</strong>da depravación de su mirada era una romántica finesse que se<br />
concentraba en vegetar me<strong>la</strong>ncólicamente en Inverness con excursiones por el Moray Firth y el<br />
he<strong>la</strong>do verdor de sus suaves colinas. Aquel<strong>la</strong> noche tomé un avión para Charlotte.<br />
En Charlotte me esperaban Susan y Gene. En Rock Hill pasé varios días muy<br />
estimu<strong>la</strong>ntes. Y fue <strong>la</strong> última noche, durante <strong>la</strong> cena, cuando surgió <strong>la</strong> aventura. Lo propuso<br />
Susan:<br />
Sur?<br />
-¿Por qué no aprovechamos ahora que estás aquí y hacemos en coche un viaje por el<br />
Fueron casi cuatro semanas maravillosas. Cinco mil kilómetros por todo el viejo y<br />
condenado y radiante Sur faulkneriano; los campos de batal<strong>la</strong> de <strong>la</strong> Guerra de los Estados;<br />
Charleston, At<strong>la</strong>nta, Chattanooga, Birminghan, Memphis… hasta Amarillo. Casi sin darnos<br />
cuenta nos encontramos en Nueva Orleans. Es una ciudad de un encanto inefable que impregna<br />
como un perfume. Comí todas <strong>la</strong>s ostras del mundo. Susan me bautizó con aguas del<br />
Mississippi.<br />
En Nueva Orleans me sucedió una historia que es divertida. Y además con una señora<br />
argentina (única argentina de mi vida). No tuvo que ver nada con <strong>la</strong> scott-fitzgeraldina green light<br />
at the end of Daisy´s dock. Inés no había conocido a Daisy ni desde luego le emocionaban ni<br />
remotamente esos destellos verdes. Nuestra re<strong>la</strong>ción duró una noche. Y el trato se limitó a que<br />
me <strong>la</strong> chupase, pero sin que yo pudiera hacerle otra cosa que –si me p<strong>la</strong>cía (y desde luego me<br />
p<strong>la</strong>cía)- hincar mi hocico en su jardín flotante. Digo que <strong>la</strong> aventura fue monótona, pero lo que<br />
sí fue es alegre, disparatada; seguramente Inés es una de <strong>la</strong>s mujeres más disparatadas que he<br />
conocido, y he conocido a muchas muy disparatadas.<br />
La encontré en un bar de jazz del barrio francés. Era algo entrada en carnes, pero había<br />
algo en su apariencia –entre corista de los años cincuenta y <strong>la</strong> Sofía Loren de Matrimonio a <strong>la</strong><br />
italiana- sumamente concupiscible. El pelo, muy negro, le caía en una melena sugestiva. Los ojos<br />
eran ardientes y <strong>la</strong> boca tenía todo el aspecto… bueno, todo el aspecto que es preciso. Los<br />
muslos se manifestaban gruesos y prietos enfundados en una falda muy ajustada, y por el cruce<br />
de sus piernas (rodil<strong>la</strong>s redondeadas y colmadas) se adivinaban majestuosos ponientes. Me fijé<br />
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