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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

inmediatos, ahí, mirándonos para siempre con ojos tristes aunque no vencidos. Recuerda a ese<br />

niño, el único ser a quien Goya salvará de su venganza en el retrato de <strong>la</strong> familia de Carlos IV:<br />

el Infante don Francisco de Pau<strong>la</strong>.<br />

Niños marcados y adultos nacidos para un poder que ya los acontecimientos convierten<br />

en imposible, pero que van a enterrar el orgullo español con funerales de lujo.<br />

Varias veces retrató Velázquez a su Rey. Ahí, en Nueva York, tienes un busto en <strong>la</strong><br />

Wildenstein, que fue de los cardenales Ferrari y Gaspari: desde ese retrato, el rostro del monarca<br />

irá ensombreciéndose. Es un rostro no demasiado expresivo, ausente, pero de rasgos nobles, más<br />

aún, de rasgos que el tiempo va ennobleciendo. Confróntalo con el rostro estúpido de Fernando<br />

VII junto a María Cristina en <strong>la</strong> tal<strong>la</strong> de Luis Cruz y Ríos. El borbón carece de grandeza, es el<br />

cretino que vio Goya y que aún podemos padecer en el Prado.<br />

Felipe IV va envejeciendo cuadro tras cuadro, desde el del Metropolitan, que ya has<br />

visto como me dicesí, a los dos retratos del Prado, con coraza uno, el otro de pie y en su mano<br />

ese papel que veremos tantas veces entre los dedos de los exiliados; lo contemp<strong>la</strong>mos en Viena,<br />

ya con ese bigote que acentúa su señorial me<strong>la</strong>ncolía, en ese lujo de luz de p<strong>la</strong>ta de <strong>la</strong> National<br />

Gallery; de caza en esa te<strong>la</strong> formidable que se encargó para el pabellón de <strong>la</strong> Torre de <strong>la</strong><br />

Parada; lo veremos magnífico, magníficamente severo, en el retrato a caballo, el único que<br />

queda de los realizados para decorar el Salón de los Reinos del Buen Retiro. Qué c<strong>la</strong>ra está <strong>la</strong><br />

grandeza en esta te<strong>la</strong>, con su aire de viejo tapiz, <strong>la</strong> dignidad del último heredero de <strong>la</strong> gloria de<br />

España. Piensa en el César Borgia del Giorgione. Ese caballo no es <strong>la</strong> montura de una Corona<br />

humil<strong>la</strong>da. Nunca se podrá volver a pintar ese gesto. Es como el orgullo de Las <strong>la</strong>nzas;<br />

compáralo con <strong>la</strong> deplorable Rendición de Bailén de Casado del Alisal. La cabeza de ese caballo es<br />

como el rostro que se vuelve en el retrato ecuestre del Conde-Duque.<br />

Los siguientes retratos son peldaños en esa forma de ver al monarca: el retrato como<br />

Caudillo Militar que tanto te ha emocionado en <strong>la</strong> Colección Frick y donde Velázquez logra <strong>la</strong><br />

absoluta perfección del color. A mí me recuerda el San Sebastián de Joan Mates. Bastaría esta<br />

te<strong>la</strong> para hacer inmortales al Rey y a su pintor.<br />

El otro retrato militar, el del Prado, está ya tocado por <strong>la</strong> muerte. Y el último, esa<br />

asombrosa pintura tras <strong>la</strong> cual ya sólo queda <strong>la</strong> sombra del espejo de Las Meninas: el busto del<br />

Prado.<br />

Te he enseñado muchas veces su reproducción: El rostro cansado, los ojos que veremos<br />

en los desterrados de Goya –pienso en don Juan Bautista de Muguiro, por ejemplo-. El porte es<br />

austero: se diría que es un Rey que ha declinado <strong>la</strong> Corona y se dispone a bien morir. La<br />

nobleza de ese rostro no <strong>la</strong> heredará ya otro monarca; pero volveremos a ver esa orgullosa<br />

me<strong>la</strong>ncolía en Goya, en el retrato de Isabel Porcel, en el de Jovel<strong>la</strong>nos, en los toreros Martincho<br />

y Pedro Romero. Es el porte de lo mejor de una nación.<br />

Pero donde puedes ver quizás el punto más alto de <strong>la</strong> grandeza de Velázquez es en sus<br />

bufones, sus enanos, ese espejo valle-inc<strong>la</strong>nesco del sueño español. Yo entendí esos rostros y qué<br />

quería decirnos Velázquez, no en España, sino en Egipto. Paseaba una tarde por El Cairo –en<br />

algún verso lo ha dejado- y de pronto, tirado en una calle, vi un cuerpo miserable, destruido -<br />

¿hambre, lepra?- que levantaba una mano a <strong>la</strong> limosna. Me detuve. No rogaba. Extendía esa<br />

mano con <strong>la</strong> indiferencia de <strong>la</strong> Muerte o de un Rey. Miré sus ojos, vacíos; pero en una extraña<br />

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