la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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José#María#Álvarez#<br />
opera –cuando María Cal<strong>la</strong>s y Mario del Mónaco, en Milán, en 1955- contestan a <strong>la</strong> l<strong>la</strong>mada de<br />
<strong>la</strong> muerte: gritaste:<br />
-¡Viva <strong>la</strong> morte, Insieme!<br />
Sentí, como nunca, cómo el chorro ardiente de mi semen llenaba tu vagina. Mi pol<strong>la</strong><br />
parecía engordar dentro de ti; quería reventarte. Tú estabas como loca y seguiste moviéndote<br />
furiosamente sobre mí, golpeando con tus pechos hermosísimos mi rostro, golpeando<br />
furiosamente mis muslos y mi vientre con tu culo y tus muslos.<br />
Después, rendida, rendido, nos quedamos el uno junto al otro, acariciando débilmente<br />
con nuestros dedos nuestros cuerpos. Encendí un cigarrilo, te lo puse en los <strong>la</strong>bios y encendí<br />
otro. Te contemplé junto a mí, espléndida, bril<strong>la</strong>nte de sudor y saliva y semen, con el pelo<br />
revuelto y los ojos cerrados, abrasada por el p<strong>la</strong>cer; me vino a <strong>la</strong> cabeza una pa<strong>la</strong>bra, gallega, <strong>la</strong><br />
más hermosa que conozco, para significar el brillo de <strong>la</strong> Luna sobre <strong>la</strong>s aguas: “ardora”. Y esa<br />
belleza, esa criatura excepcional que yo había mode<strong>la</strong>do en lo grandioso, era mía, “quería” ser<br />
mía. Y esa mujer magnifica me deseaba, me amaba. Abriste tus ojos, tu boca se estremeció y me<br />
besaste, y yo supe que todo estaba bien, que todo había estado bien, que todo estaría bien. Me<br />
miraste –ah, tus ojos, tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes y l<strong>la</strong>meantes- y tus ojos me<br />
acariciaron como poco antes lo habían hecho tus <strong>la</strong>bios <strong>la</strong>midos, tu lengüecita caliente.<br />
Poderosa y descarada, tu fantástico poder resp<strong>la</strong>ndecía con <strong>la</strong> furia de una erupción volcánica<br />
en aquel<strong>la</strong> fabulosa complicidad conmigo, tu igual, una so<strong>la</strong> carne ya para siempre, altar de <strong>la</strong><br />
sexualidad, del p<strong>la</strong>cer, del esplendor. Eras un ser lujoso y depravado y bestial y santo y<br />
magnifico. Eras <strong>la</strong> vida, el rostro más invulnerable y hondo y divino de <strong>la</strong> vida. Me besaste con<br />
un beso <strong>la</strong>rgo, inacabable, sin retorno.<br />
-Nunca como hoy has sido el vampiro –me dijiste.<br />
Metiste una cinta con La ofrenda musical a Federico el Grande.<br />
La tarde había caído. La ciudad –fue <strong>la</strong> primera vez en casi cuatro años que miramos<br />
por aquel ventanal- se ve<strong>la</strong>ba en un crepúsculo que hacía fantasmales los edificios, y empezaba a<br />
iluminarse, nocturna, lejana, fría, incomprensible.<br />
Me levanté.<br />
-¿Quieres una copa?<br />
Me pediste un gin-tonic y empezaste a vestirte. Yo puse el 27 para piano de Mozart.<br />
-Ahí está todo –te dije-. Todo lo que sabía. Todo lo que era.<br />
Me miraste. Miraste por el ventanal mientras bebías tu gin-tonic. Después, como Greta<br />
Garbo en Cristina de Suecia, acariciaste los muebles de aquel apartamento, <strong>la</strong>s paredes, <strong>la</strong> cama<br />
húmeda y que olía a nosotros. Y mirándome con una sonrisa de absoluta felicidad, de estar ya<br />
por completo en paz con <strong>la</strong> vida, contigo misma, con una sonrisa que por un instante fue toda <strong>la</strong><br />
dicha, me dijiste, parafraseando dos textos que tú muy bien sabías cuánto amo yo:<br />
-Quien venga después, reinará como un malvado.<br />
Y, ya en <strong>la</strong> puerta, te volviste, mirándome, y había amor en esos ojos: “Soy, como <strong>la</strong><br />
Fatmé de Montesquieu, libre por l´avantage de mi cuna, y tu esc<strong>la</strong>va por <strong>la</strong> violencia del amor”.<br />
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