la esclava instruida - José MarÃa Ãlvarez
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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />
ventanil<strong>la</strong> brilló en el<strong>la</strong>s: su bello rubio relucía con ese sol abatiendo <strong>la</strong>s más sólidas mural<strong>la</strong>s de<br />
mi entereza moral. Traté de acomodarme <strong>la</strong> pol<strong>la</strong>, y aterrizamos.<br />
Pepe nos esperaba. Nos llevó a los pisos, que estaban no muy lejos uno del otro, frente a<br />
los jardines de Murillo. Dejamos <strong>la</strong>s maletas y salimos inmediatamente a esas calles fantásticas<br />
de Sevil<strong>la</strong>. Fuimos dando un paseo hasta Triana, yo quería que conocieseis un bar, el Sol y<br />
Sombra, inolvidable. Nos pusimos ciegos de solomillo en esa salsa que allí preparan como nadie,<br />
de buen jamón, de una caña de lomo que era una de <strong>la</strong>s conquistas de <strong>la</strong> civilización de un vino<br />
asombroso. Pepe Serrallé conocía hasta el último rincón p<strong>la</strong>centero de Sevil<strong>la</strong>; con él se tiene<br />
siempre <strong>la</strong> seguridad de pasarlo muy bien. Iban a ser días principescos. Cuando volvimos<br />
paseando junto al río, de pronto me enloqueciste. No podía aguantar más, ni un minuto más.<br />
-Qué maravil<strong>la</strong> –te oí decir (hab<strong>la</strong>bas con Pepe) refiriéndote al panorama con <strong>la</strong> Torre<br />
del Oro al fondo y <strong>la</strong> Maestranza.<br />
Yo tiré mi cigarrillo, te miré y con <strong>la</strong> decisión (e imagino que los ojos) de Ahab ante <strong>la</strong><br />
ballena, te dije en voz baja:<br />
-Vamos a <strong>la</strong> cama.<br />
Me miraste con ojos calientes.<br />
-Bueno –dijiste. También estabas como con l<strong>la</strong>mas. Pensaste un segundo (ah, esos<br />
segundos tuyos, en los que cogías al vuelo una flecha)-. Creo que voy a tener frío luego –dijiste-.<br />
No sé si volver al piso a por una chaqueta.<br />
-Yo te acompaño –propuse-. Pepe, enséñales tú el barrio. Nos vemos dentro de una<br />
hora en <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> catedral.<br />
Salimos a toda velocidad, llegamos al piso, jadeantes, locos: fue entrar, y te desnudaste<br />
en un santiamén. Estabas muy hermosa. Tus pechos juveniles se alzaban orgullosos y limpios<br />
como el pensamiento del judío Spinoza; tu vientre, terso y propicio; y entre tus muslos esa<br />
ardiente mata de pelo sedosa: el Arca de <strong>la</strong> Alianza. Te tumbaste en <strong>la</strong> cama y abriste <strong>la</strong>s<br />
piernas.<br />
-Ven. Ven. Échame un polvo que me quede en el sitio.<br />
Me desnudé sin dejar de mirarte, y me tumbé a tu <strong>la</strong>do.<br />
-Déjame encima –dijiste.<br />
No era cuestión de llevarte <strong>la</strong> contraria, sobre todo porque en aquel instante mi amada<br />
pol<strong>la</strong> acababa de saltar como impulsada por un resorte de notable potencia. Así que te susurré<br />
mientras metía <strong>la</strong> punta de mi lengua en tu oreja:<br />
-Toda tuya, mi amor.<br />
Te subiste sobre mis muslos (sentí en mis <strong>la</strong>bios el roce exquisito de tus pezones) y sin<br />
darme demasiado tiempo para caricia alguna, procediste a embau<strong>la</strong>rte mi palpitante<br />
instrumento por el agujero que le correspondía. Fue sentirlo dentro y comenzamos a ulu<strong>la</strong>r de<br />
forma a<strong>la</strong>rmante. Fue una frenética copu<strong>la</strong>ción a <strong>la</strong> que acompañábamos de gritos y suspiros in<br />
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