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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

alrededor de cada pezón. Respirabas agitadamente. Después bajé hasta tu ombligo; tu vientre se<br />

hundió, como huyendo del frío, pero sentí que tus muslos temb<strong>la</strong>ban; tus piernas se<br />

entreabrieron. Volví a pasarte el hielo por los <strong>la</strong>bios. Te re<strong>la</strong>miste. Y entonces empecé a<br />

deslizarlo por los muslos, lenta, muy lentamente, hasta llegar a tu sexo; más despacio aún froté<br />

tus <strong>la</strong>bios, rozándolos apenas. Tú suspirabas tan intensamente como cuando yo <strong>la</strong>mía tu clítoris.<br />

Sí, debía gustarte mucho aquello.<br />

-Es formidable –susurrabas-. Estupendo. Mucho más de lo que pensaba. Sigue. Dame<br />

otra vez en los pechos.<br />

El cubito estaba casi derretido. Lo tiré. Y separando los muslos abrí con mis dedos tu<br />

coño y lo besé lo más profundamente que pude. Era delicioso. Estaba frío, pero al mismo<br />

tiempo en su interior era muy caliente, y además estabas chorreando. Te metí un dedo y<br />

empecé a masturbarte violentamente.<br />

-No, no –exc<strong>la</strong>maste-. No. Tú, tú, tú… ¡Méteme<strong>la</strong>! ¡Méteme<strong>la</strong>!<br />

Me agarraste <strong>la</strong> pol<strong>la</strong> con tu mano y con un “¡uffffff!” que te salió del alma, <strong>la</strong> hundiste<br />

en ti. Estabas muy excitada, y yo era de esos días en que me <strong>la</strong>nzaba al gozo como si quisiera<br />

desintegrarme en él. Me apretaste con tus piernas y me diste unas sacudidas con el cuerpo que<br />

parecían c<strong>la</strong>varme más aún en ti, no sólo mi pol<strong>la</strong>, sino como si todo yo entrase en tus entrañas.<br />

De pronto te tensaste y me c<strong>la</strong>vaste <strong>la</strong>s uñas en <strong>la</strong> nuca. Noté unas contracciones violentísimas<br />

de tu coño. Tu cabeza cayó hacia atrás. Volviste a aferrarte a mí con furia. Por fin, dejaste caer<br />

tu cabeza sobre <strong>la</strong> cama, me soltaste y te quedaste con los brazos abiertos. Yo aceleré mis<br />

movimientos, y en el momento de correrme, te <strong>la</strong> saqué. Quería correrme sobre tu rostro, sobre<br />

aquel rostro cubierto por el pañuelo. Me senté a duras penas sobre tu pecho y dejé ir el chorro<br />

de mi semen hacia tu boca, hacia tus mejil<strong>la</strong>s, hacia tu cuello. Tú notaste <strong>la</strong>s gotas resba<strong>la</strong>r por<br />

tu piel, y te re<strong>la</strong>miste.<br />

Nos quedamos quietos. Cogidos de <strong>la</strong> mano, bocarriba. Cuando pude reaccionar te besé<br />

y te quité el pañuelo. Tus ojos volvieron a tu rostro. Ardientes, abandonados, llenos de amor.<br />

-Te quiero tanto… -dijiste-. Tanto.<br />

Encendí un cigarrillo, mientras tú me besabas, pero ya muy tranqui<strong>la</strong>, muy cariñosa, el<br />

pecho, el vientre, mis muslos.<br />

-¿Quieres que te dé yo ahora con el hielo? –dijiste.<br />

-Eso no estaba en <strong>la</strong> pelícu<strong>la</strong>.<br />

-Igual está bien. A mí me producía unas sensaciones muy intensas.<br />

Tomaste un cubito en tus <strong>la</strong>bios, y empezaste a acariciarme con él. Primero me rozaste<br />

los pezones. Era una sensación extraña; no era agradable, pero tenía poder de estimu<strong>la</strong>ción,<br />

como pequeñas sacudidas eléctricas. No pude aguantarlo en <strong>la</strong> barriga. Pero cuando empezaste<br />

a frotarme <strong>la</strong>s ingles y el sexo, al contrario de lo que pensaba –que me iba a quitar toda posible<br />

erección-, fue como si un fuego prendiese en mi carne, rozaste <strong>la</strong> pol<strong>la</strong> de arriba abajo, y yo <strong>la</strong><br />

sentí engordar de nuevo. Te echaste a reír.<br />

-Está bien el invento.<br />

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