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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

desnudé y tomé tu braguita en mis manos, <strong>la</strong> llevé a mi boca, <strong>la</strong> besé, <strong>la</strong> olí. Tú te apretabas<br />

contra mí. Sentí tus uñas atravesar mi camisa y c<strong>la</strong>varse en mi espalda. Tus dientes mordieron<br />

mis <strong>la</strong>bios.<br />

-¡Dios, cómo te quiero! –exc<strong>la</strong>maste.<br />

Te alcé en brazos y te conduje a <strong>la</strong> cama. Fui desnudándote despacio mientras tú, con<br />

los ojos cerrados, suspirabas débilmente. Lamí, chupé, devoré ese cuerpo amado, ese cuerpo que<br />

ya era mi vida. Tomé tu cabeza entre mis manos y acerqué tus <strong>la</strong>bios a mi pol<strong>la</strong>. Mientras me<br />

acariciabas dulcemente, yo besaba tu coño, hundí hasta el alma mis <strong>la</strong>bios en aquel<strong>la</strong> pulpa<br />

sedosa, en aquel<strong>la</strong> fruta del alba de <strong>la</strong> Creación, bebiendo su jugo, embriagándome de tu olor,<br />

de tu p<strong>la</strong>cer. Cuando te subiste sobre mí y te hundí mi verga, fue como si toda <strong>la</strong> fuerza del<br />

p<strong>la</strong>neta ascendiera desde tus muslos descoyuntando tus hombros y tu rostro en una curvatura<br />

imposible. Te apreté por <strong>la</strong>s caderas. Sentí tu vientre golpeando el mío, tus nalgas sobre mis<br />

muslos, tu coño que rebosaba y del que salían dulces hilillos de néctar pegajoso y febril. Metí mis<br />

dedos y acaricié tu clítoris. Te gustaba tanto que lo hiciera. Mientras mi pol<strong>la</strong> golpeaba en tu<br />

carne –yo <strong>la</strong> notaba rozar en mis dedos-, notaba tu carne apretarse contra el<strong>la</strong>, anillo mágico<br />

(tantas veces habías dicho “Si pudiera cortar<strong>la</strong> de un apretón, y dejar<strong>la</strong> dentro de mí para<br />

siempre”) que <strong>la</strong> estrangu<strong>la</strong>ba, que <strong>la</strong> absorbía. Masturbé y masturbé mientras continuábamos<br />

moviéndonos, jadeantes, salvajes, dichosos, imperecederos. Tus ojos me miraban, con esa<br />

indescifrable calidad de terciopelo que tan bien conozco, que tanto amo. Ya eran ojos de mujer;<br />

hecha y derecha, con un cuerpo orgulloso, triunfante, sabiendo perfectamente qué le gustaba a<br />

ese cuerpo y qué satisfacía a un hombre. Jodimos con una perfección y un entusiasmo que jamás<br />

había sentido tan vivo. Sabías que en <strong>la</strong> cama no hay límites, y en esa fiesta ofrecías alegre los<br />

fantasmas de tu sexualidad y acariciabas los míos, hasta que pronto vimos abrirse <strong>la</strong>s puertas de<br />

fuego de un mundo que ya no era acaso de p<strong>la</strong>cer, sino el otro <strong>la</strong>do, más allá, los cegadores y<br />

lisos campos donde <strong>la</strong> felicidad no puede ser traicionada.<br />

-La pol<strong>la</strong> es como <strong>la</strong> sonrisa de <strong>la</strong> Esfinge –me dijiste en medio de un beso que era como<br />

el silencio de luz que detuvo al mundo al abrirse el Séptimo Sello.<br />

Nuestros cuerpos estaban empapados de semen, de saliva; <strong>la</strong>s sábanas, revueltas, se nos<br />

pegaban a <strong>la</strong> carne. Apretaste tus piernas, tus talones, contra mi culo y alzaste el coño como<br />

ensartándolo contra mi pol<strong>la</strong> que dentro de ti buscaba, buscaba, ya no era ni siquiera yo, sino<br />

un ser con vida propia que se hundía en ti, que se perdía en ti para siempre.<br />

-¡Dios! –suspirabas-. ¡Cómo <strong>la</strong> siento ahora! ¡Me llega a <strong>la</strong> garganta! ¡Joder, cabrón!<br />

¡Sigue! ¡Sigue!<br />

Golpeé con furia, con ensañamiento, y noté cómo <strong>la</strong> punta de mi verga golpeaba algo<br />

dentro de tu coño sobrenatural.<br />

-¡Reviéntame! ¡Reviéntame! –gritaste-. ¡Me gusta tu pol<strong>la</strong>! ¡Me vuelves loca! ¡Méteme<strong>la</strong><br />

fuerte! ¡Jódeme hasta reventarme! ¡Dios, jódeme! ¡Quiero sentirte correrte, caliente y gorda!<br />

¡Jódeme ya! ¡Quiero sentir el golpetazo de tu leche dentro de mí, abrasándome <strong>la</strong>s entrañas!<br />

¡Muérdeme <strong>la</strong>s tetas! ¡Dame por el culo! ¡Haz lo que quieras! ¡Soy tu puta! ¡Lléname de leche!<br />

De pronto sentimos venir el p<strong>la</strong>cer. Nos miramos como dioses. En el instante en el que<br />

nos corrimos, me besaste; los ojos te bril<strong>la</strong>ban de p<strong>la</strong>cer y de gloria; y gritaste aquel<strong>la</strong> frase que<br />

tanto nos gustaba, cuando Maddalena de Coigny y Andrea Chéiner en el final apoteósico de <strong>la</strong><br />

# 110#

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