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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

correrme. Nos quedamos allí, quietos, palpitantes y en silencio, hasta que Raquel y tu primo se<br />

vistieron y se fueron.<br />

Fue muy regocijante. Qué locura tan hermosa. Y qué suerte hemos tenido siempre de<br />

que nadie nos sorprendiera. Porque imagínate lo que hubiera pasado aquel<strong>la</strong> noche si tus<br />

padres, por cualquier razón, hubieran regresado antes.<br />

Verdaderamente, de no haber vivido en una sociedad tan conformada por <strong>la</strong><br />

mediocridad, qué vida extraordinaria y absolutamente dichosa podíamos haber llevado tú y yo.<br />

Sí, ya sé que <strong>la</strong> c<strong>la</strong>ndestinidad era precisamente el caldo de cultivo de aquel a<strong>la</strong>rde de fantasía,<br />

de alegría y de talento que amamos. Pero imagínate si hubiésemos podido exhibir ese esplendor<br />

ante los ojos del mundo.<br />

Eso lo pensé en varias ocasiones, sobre todo aquel<strong>la</strong> noche cuando tú y tus padres y<br />

Beatriz y yo fuimos a cenar al restaurante aquel que tanto nos gustaba, en <strong>la</strong> p<strong>la</strong>ya. Beatriz y tú<br />

estabais radiantes, como si intentáseis sobresalir en una misteriosa competición (a veces he<br />

dudado –y no lo tengo c<strong>la</strong>ro- si Beatriz sospechaba mucho de nuestra re<strong>la</strong>ción; y tú, sí, tú lo<br />

hacías aposta, tú no querías estar “por debajo”). Pero el caso es que contemp<strong>la</strong>ros era un<br />

espectáculo excitante, soberbio. Pocas veces había visto a Beatriz tan sutil, tan bel<strong>la</strong>, tan<br />

dominando una situación. Y tú te movías con una gracia, un desparpajo, una sabiduría<br />

asombrosas. Tus padres, en cambio, no se daban cuenta de nada. Al veros allí, a <strong>la</strong>s dos, tan<br />

hermosas y tan adorables, pensé en qué gran error de nuestras costumbres –no ya de <strong>la</strong>s<br />

convenciones sociales, porque ésas, con un mutuo acuerdo entre los tres, bien <strong>la</strong>s hubiésemos<br />

podido transgredir, sino de esas costumbres tatuadas en nuestro pacto con <strong>la</strong> vida…- que no<br />

pudiésemos estar juntos los tres. Vivir los tres, juntos. Qué p<strong>la</strong>centera armonía. Imaginaba <strong>la</strong>s<br />

cenas de los tres, los viajes, <strong>la</strong>s formas de expresaros a <strong>la</strong>s dos mi amor y, cómo después de una<br />

ve<strong>la</strong>da esplendorosa, nos encaminábamos los tres a <strong>la</strong> cama. ¡Qué delicia!<br />

Pero en fin.... No sé tampoco si tú hubieras entrado en ese juego de príncipes. Beatriz<br />

no era Natalia. Yo <strong>la</strong> quería mucho. Y el<strong>la</strong>, por descontado, no lo hubiera aceptado jamás. ¿Y<br />

tú? Siempre me quedará esa duda.<br />

Aquel<strong>la</strong> noche –pese a todo- ofrecimos al mundo (no a nadie en particu<strong>la</strong>r, sino a <strong>la</strong><br />

evolución del mundo) un extraordinario espectáculo de belleza, inteligencia y estilo. No faltó<br />

más que coronarlo con los tres en <strong>la</strong> cama. Aquel<strong>la</strong> noche me di cuenta de cuánto te quería, de<br />

cuánto había llegado a enamorarme de ti. Ya eras esa mujer que yo siempre había soñado.<br />

Había entre nosotros, junto a <strong>la</strong> furia sexual que nos dominaba, una re<strong>la</strong>ción de<br />

educación sublime. Habías hecho tuyo ese vasto y resp<strong>la</strong>ndeciente mundo del que yo te hab<strong>la</strong>ba.<br />

Nada te fascinaba tanto como cuando ante tu atención desmesurada yo desplegaba los<br />

alminares fantástico del Oriente, <strong>la</strong> pedregosa Grecia, <strong>la</strong>s armoniosas bellezas de Italia, ríos y<br />

ciudades, atardeceres imborrables, p<strong>la</strong>yas remotas, bares y hoteles lujosos, y, en fin, <strong>la</strong> fastuosa<br />

seducción de los abismos. Y libros, música, cuadros… Tú absorbías todo como una esponja, y<br />

ese fuego quedaba en tus ojos, y creo que con ese fuego, con esas l<strong>la</strong>mas, atravesarás todas tus<br />

mudanzas y vivirás hasta <strong>la</strong> muerte en <strong>la</strong> lumbre de esa inteligencia; creo que con los sinsabores<br />

que pueda traerte <strong>la</strong> vida, esa luz estará en ti hasta el final, como ascuas: los juegos de San<br />

Telmo sobrevivientes al naufragio de <strong>la</strong> sirena. Creo que igual que me habías inocu<strong>la</strong>do el elixir<br />

de <strong>la</strong> eterna dicha, yo te había contagiado <strong>la</strong> pasión de <strong>la</strong> inteligencia, y eso nos unía para<br />

siempre. Y así me lo diste a entender aquel<strong>la</strong> tarde en que me rega<strong>la</strong>ste una primera edición de<br />

The Arabian Nights (que le habías hecho comprar a tus padres cuando fuisteis a Londres) y al abrir<br />

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