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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

Mi furia superó mis temores, y volví –ya sin ti- al Gran Bazar. Esta vez los<br />

estrangu<strong>la</strong>dores que defendían <strong>la</strong> paz de mi amigo ocupaban ya sus posiciones antes de mi<br />

llegada. La conversación fue violenta. Trató de persuadirme de que <strong>la</strong>s turquesas eran<br />

magníficas. Por su discurso circu<strong>la</strong>ba <strong>la</strong> sangre de varias generaciones, y no pocas veces rayó en<br />

lo genial. Consciente de que cualquier argumentación iba a estrel<strong>la</strong>rse contra mi<br />

convencimiento de su infamia, me exhortó a reconocer que eran mis sentidos, perturbados por<br />

sus enemigos –y aquí, qué espectáculo tan estimu<strong>la</strong>nte, mostró el intríngulis de una trama que<br />

complicaba a gran cantidad de joyeros, y cuyo último es<strong>la</strong>bón sería el del hotel, todos<br />

confabu<strong>la</strong>dos, a través de mis alucinadas entendederas, para perjudicar su buen nombre<br />

comercial- los que me engañaban. Y entonces tuvo el más sublime de los gestos, aquel que<br />

consagra siglos de comercio y sabiduría; esto es: timarme y que además yo me quedara tan feliz,<br />

y añadiré más: para que aquel<strong>la</strong> experiencia fuera en verdad enriquecedora, no sólo de <strong>la</strong>s arcas<br />

de mi amigo, sino de mi aprendizaje vital. Llevándose <strong>la</strong>s manos al corazón, como un<br />

napolitano ante <strong>la</strong> bendita licuación sanguínea, mientras dos lágrimas resba<strong>la</strong>ban por sus<br />

mejil<strong>la</strong>s, dijo:<br />

-Sé que nunca me creerás. Haga yo lo que haga, te diga lo que te diga, nunca me<br />

creerás. Porque mis enemigos han llenado de tosigo ardento tu corazón, y tu corazón ya no cree en<br />

mí. Toma, dame <strong>la</strong>s turquesas, te devuelvo tus dó<strong>la</strong>res, te devuelvo tus aguamarinas, aunque<br />

esas sí que no puedo ya restituirte el dinero. Pero en compensación, mira… -y, sacando un<br />

terciopelo, lo desenrolló y ante mis ojos aparecieron amatista, rubíes, per<strong>la</strong>s, esmeraldas…<br />

todas, supongo, de <strong>la</strong> misma fábrica que <strong>la</strong>s aguamarinas-. Mira –terminó mi amigo, y <strong>la</strong>s<br />

ofreció con contenida emoción-, toma <strong>la</strong>s que quieras. Te <strong>la</strong>s regalo.<br />

Nos repartimos <strong>la</strong>s aguamarinas (“Las llevaré siempre, como talismán”, me dijiste) y<br />

aquel<strong>la</strong>s pa<strong>la</strong>bras, tosigo ardento, rodaron por mi cabeza hasta acabar titu<strong>la</strong>ndo un libro. Cuántas<br />

veces hemos recordado esta historia. Fue una lección de comercio, <strong>la</strong> más depurada expresión<br />

de miles de años de intercambios mediterráneos. Cultura, y de primera. Esta historia te<br />

impresionó mucho. Habías intuido que en su entendimiento se reve<strong>la</strong>ba el meollo de <strong>la</strong> vida.<br />

-¿Te das cuenta? –me dijiste aquel<strong>la</strong> tarde mientras tomábamos una copa en el hotel-.<br />

Lo que ha pasado es exactamente lo que nos hace grandes. Poder montar tal ting<strong>la</strong>do sobre una<br />

cosa tan simple. Es lo mismo que tú y yo hacemos en <strong>la</strong> cama.<br />

Al día siguiente, que era nuestra penúltima jornada en Istanbul, fingiste una jaqueca<br />

insoportable (que adjudicaste a <strong>la</strong> reg<strong>la</strong>, con lo que pensabas que podíamos despistar mejor<br />

todavía) y te quedaste en el hotel mientras los demás iban a una excursión por los estrechos del<br />

Bósforo. En cuanto salieron viniste a mi habitación. Te metiste en mi cama y nos amamos como<br />

locos. Estábamos ya al otro <strong>la</strong>do de <strong>la</strong> colina. Nos devorábamos. Éramos una so<strong>la</strong> carne<br />

esplendorosa y excitada, que no podía ni pensar en el instante de separarse. Al día siguiente, con<br />

todo el grupo, fuimos al Topkapi. Todos miraban asombrados: tronos de per<strong>la</strong>s, diamantes<br />

como el puño, regalos de reyes; <strong>la</strong>s esmeraldas, exceptuando alguna muy especial, se<br />

amontonaban en cajas, como los tesoros de los re<strong>la</strong>tos de piratas. Fantástica belleza: lo que fue el<br />

esplendor de Bizancio, de Constantinop<strong>la</strong>, de Istanbul y de los reinos que le rindieron vasal<strong>la</strong>je.<br />

Vimos muchos visitantes. Pero a diferencia de nuestros museos –te diste cuenta rápidamente, y<br />

me lo comentaste- no había tantos turistas como turcos, y turcos muchos de ellos que denotaban<br />

por su atuendo una condición humilde. Recuerdo que me seña<strong>la</strong>ste un matrimonio anciano,<br />

campesinos, que paseaban mirando aquellos tesoros, y contemp<strong>la</strong>ndo <strong>la</strong>s riquezas sin expresar<br />

asombro. Los seguimos. Aquel<strong>la</strong> suntuosidad no era –como pasa en San Pedro, por ejemplo- <strong>la</strong><br />

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