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la esclava instruida - José María Álvarez

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La#Esc<strong>la</strong>va#Instruida#<br />

-No sé si entenderás lo que quiero –le dije-. Es sólo una cosa: una fotografía tuya de<br />

cuando tenías catorce o quince años. Estoy reuniendo –tuve que inventarme una excusa- todo el<br />

material posible para una historia que quiero escribir de cómo era nuestra vida en los viejos<br />

tiempos. Tengo de tus padres, de una fiesta en que estuvimos juntos. Quisiera una fotografía<br />

tuya; seguramente <strong>la</strong> utilizaré.<br />

Elena me miró. No sé –creo que no se tragó mi evasiva- si por un instante algo del<br />

pasado volvió a su memoria, si pudo recordar en <strong>la</strong>s brumas de hoy al hombre que cuando el<strong>la</strong><br />

era una reina <strong>la</strong> miraba con amor. Quizá sí entendió. Quizás un último <strong>la</strong>tido de orgullo de<br />

c<strong>la</strong>se le dio un tral<strong>la</strong>zo y quiso volver a ser, en los ojos de alguien, aunque fuera en una vieja<br />

fotografía, lo que el<strong>la</strong>, su familia y <strong>la</strong> ciudad habían sido. Sonrió.<br />

-Espera un momento. O pasa, pasa.<br />

-No. Prefiero esperar aquí.<br />

-Como quieras.<br />

Entró, y al poco salió con una fotografía.<br />

Una joven bellísima, radiante, feliz, sonreía desde el<strong>la</strong> en un jardín que iluminaba un<br />

lujoso sol de Primavera.<br />

“El<strong>la</strong> giammai m´amò”, me dije, como en Don Carlo.<br />

Hay otra historia extraña, estúpida en el fondo (y temo que también en <strong>la</strong> superficie), de<br />

<strong>la</strong> que tampoco te he hab<strong>la</strong>do nunca. No es un buen recuerdo. Lo que pasa es que ésta es una<br />

re<strong>la</strong>ción malvada. La de Elena no. Elena fue una locura mía, en <strong>la</strong> que el<strong>la</strong> casi no intervino;<br />

realmente sólo “entra” al final, hace poco, cuando volví a ver<strong>la</strong>. Pero <strong>la</strong> historia de Caroline es<br />

interesante, porque delimita perfectamente los campos de <strong>la</strong> dicha y <strong>la</strong> vileza. Caroline –y llegué<br />

a estar muy fascinado por el<strong>la</strong>- era lo contrario a ti. Ahora que <strong>la</strong> recuerdo, es como cuando a<br />

veces leo mis propios versos: siento como si otro hubiera vivido aquel<strong>la</strong> historia. ¿Qué me hizo<br />

asomarme al Infierno? ¿Qué me ofrecían aquellos ojos más noble que mi lograda, orgullosa,<br />

limpia, serena soledad? Sin embargo yo viví aquellos días; así lo acreditan facturas e<br />

innumerables cicatrices.<br />

Conocí a Caroline una infame madrugada del Invierno de 1976, en Madrid. En esa<br />

época todavía algunos amigos constituíamos un grupo entrañable que solía reunirse casi cada<br />

noche en un bar cercano a nuestras casas, Juan Bravo arriba. Supongo que todo empezó horas<br />

antes de tan fatal encuentro; así lo pretendo por ver si me descarga de culpa. La comida había<br />

sido atroz, el atuendo de dos de los comensales convirtió en intragable un arroz con conejo ya<br />

de por sí merecedor de <strong>la</strong> defenestración. Para el café, se nos unió un espécimen trepador de los<br />

nuevos tiempos que trató de convencerme de <strong>la</strong> excelencia de <strong>la</strong> igualdad de oportunidades;<br />

cuando conseguí expulsarlo, brotó una jovencita de no sé qué movimiento de no sé qué mujeres<br />

liberadas, que además, en <strong>la</strong> audacia de su perorata, derramó un vaso de agua sobre mi<br />

chaqueta. Como siempre resuelvo en parecidas situaciones, me despedí rápidamente y regresé a<br />

mi casa. Me dije: “Ahora pongo un disco de Lester Young, me sirvo una generosa copa de<br />

vodka, leo un rato a Propercio, y después, caída ya <strong>la</strong> tarde, saldré”.<br />

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