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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

Entraste como el caballo de Ati<strong>la</strong>. Te p<strong>la</strong>ntaste frente a mí como un relámpago. Con un<br />

contoneo exagerado y tentador, sin decir ni pa<strong>la</strong>bra, te quitaste <strong>la</strong> braguita, hiciste un remolino<br />

con el<strong>la</strong> y <strong>la</strong> <strong>la</strong>nzaste por ahí.<br />

-Que se seque –dijiste. Y te aba<strong>la</strong>nzaste sobre mí besándome con furia.<br />

Caímos en <strong>la</strong> cama como dos locos. Metí <strong>la</strong> mano entre tus muslos; era verdad: estabas<br />

ardiendo y chorreando. Ni siquiera nos desnudamos. Cuando ya el primer polvo al menos nos<br />

había apaciguado un poco, estuvimos fumando y escuchando una cinta que habías llevado; me<br />

acuerdo muy bien, era <strong>la</strong> Quinta de Beethoven dirigida por Furtwängler. Dijiste algo<br />

esplendido:<br />

-¿Sabes? Hoy me siento más hermosa aún de lo que soy.<br />

-Eres <strong>la</strong> más hermosa –te dije yo.<br />

-Y tú eres el tío más atractivo que he visto nunca –dijiste.<br />

-Me molesta <strong>la</strong> gente que no es hermosa –te dije.<br />

-No son de fiar –dijiste.<br />

Y eso es cierto. Pocas veces –creo que jamás- he conocido a alguien que no fuese un ser<br />

atractivo y que no acabase por desenmascarar alguna sordidez. Pero eso ya lo sabía el bueno de<br />

Montaigne cuando decía que el cuerpo es parte principalísima de nuestro ser, que <strong>la</strong> hermosura<br />

es signo de algo. Y lo de que <strong>la</strong> cara es el espejo del alma, es cosa archiconocida.<br />

-Hoy, viniendo, se me ha ocurrido algo que te va a gustar –te dije-. Tú cierra los ojos y<br />

no los abras hasta que yo te diga.<br />

Sonreíste. Tus ojos bril<strong>la</strong>ban. Tus <strong>la</strong>bios estaban húmedos. Cerraste los ojos y pusiste<br />

cara de “niña buena”. Me levanté y me dirigí al saloncito. Cogí <strong>la</strong> bolsa de los caracoles y<br />

regresé junto a ti. Puse aquel<strong>la</strong> cinta que tanto nos gustaba con <strong>la</strong> versión de La Traviata con <strong>la</strong><br />

Cal<strong>la</strong>s, <strong>la</strong> del 58, con Valletti y Zanasi, en el Convent Garden, <strong>la</strong> que dirigió Rescigno. Tú<br />

seguias acostada, con los ojos cerrados, esperándome. Me senté junto a ti y, mientras sonaba ese<br />

preludio sublime, puse un caracol junto a uno de tus pezones. Te arqueaste un poco.<br />

-No abras los ojos.<br />

Suspiraste. El caracol se arrastraba por tu pecho dejando una huel<strong>la</strong> viscosa. Volvió<br />

hacia tu pezón.<br />

-Qué sensación tan deliciosa –dijiste.<br />

Puse otro caracol en el otro pecho. Se movían despacio sobre tu piel. Uno empezó a<br />

subir hacia tu garganta. “La notte che resta d’altre gioie qui fate bril<strong>la</strong>r”, cantaba Violetta. Mientras los<br />

caracoles recorrían tu piel contemplé tu rostro, con los ojos cerrados, los <strong>la</strong>bios entreabiertos, tu<br />

lengua que acariciaba tus dientes y tus <strong>la</strong>bios, un hilillo de saliva en <strong>la</strong> comisura, tu respiración<br />

acelerada. Puse otro caracol sobre tu vientre y besé tu pubis. Cuando Alfredo cantaba “Libiamo<br />

ne lieti calici”, acaricié con mi lengua muy suavemente tu clítoris. Estabas tan húmeda; un néctar<br />

ambarino y espeso mojó mi nariz y mi boca. Tomé más caracoles y los fui poniendo por tu<br />

cuerpo, en tus muslos, en tus brazos, en tu coño. Te di <strong>la</strong> vuelta y dejé tres o cuatro sobre tu<br />

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