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la esclava instruida - José María Álvarez

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José#María#Álvarez#<br />

hija de ricos en vez de ser psicóloga), tu padre <strong>la</strong> seguía, deslumbrado por el continuo ir y venir<br />

de <strong>la</strong>s mu<strong>la</strong>tas, Beatriz estaba bellísima.<br />

La noche del Tropicana fue muy hermosa. Mientras tus padres y Beatriz hab<strong>la</strong>ban de<br />

cómo habían encontrado aquel país, tú y yo nos devorábamos con los ojos. Tú estabas frente a<br />

mí, a un metro, al otro <strong>la</strong>do de <strong>la</strong> mesa, casi podía sentir tu respiración. Y tus ojos azules se<br />

posaban de vez en cuando en mí, y tu voz era dulcísima (te dio por imitar el dejo habanero) y tu<br />

conversación era inteligente, y tus manos de uñas perfectas me subyugaban, y lucías un bellísimo<br />

vestido con los hombros al descubierto, y tus brazos estaban cubiertos de una suave pelusil<strong>la</strong>, y<br />

tus movimientos eran absolutamente incompatibles con cualquier respeto a nada. Y, en fin, que<br />

yo no podía dejar de contemp<strong>la</strong>rte, y que supe que estaba enamorado hasta el confín de mis<br />

huesos, y allí me tenías, transfijo por tu hechizo contra el ciclorama caribeño como un insecto<br />

coleccionable.<br />

Pero tú te sentías igual o peor que yo. Cuando estuvimos bai<strong>la</strong>ndo –bueno, en una<br />

noche así el viejo y querido amigo de <strong>la</strong> familia podía bai<strong>la</strong>r con <strong>la</strong> angelical criatura incluso con<br />

el ap<strong>la</strong>uso de todos: “Qué graciosos estáis. Quietos, que os hago una foto”- me dijiste:<br />

-¿Por qué no los asesinamos?<br />

Tus ojos bril<strong>la</strong>ban como los cristales que reflejan un incendio, y tu boca se entreabría<br />

deseándome, buscándome. Estábamos embelesados. Sobre todo porque veíamos acercarse <strong>la</strong><br />

fecha de regresar a España, y aquello no cuajaba. Así que me decidí, y una tarde –una de esas<br />

tardes cálidas y húmedas de inviernillo habanero- les dije a tus padres que te llevaba conmigo a<br />

buscar alguna librería de viejo, y nos fuimos al Floridita; yo quería que conocieses aquel local<br />

con evocaciones hemingwayanas y de mejores tiempos.<br />

Estabas junto a mí en <strong>la</strong> esquina de <strong>la</strong> barra (precisamente donde Hemingway solía<br />

sentarse). Me miraste y tu mirada tembló. Bebimos en silencio, mirándonos mucho rato. Me<br />

dije: “No puedo vivir sin el<strong>la</strong>”. Salimos del Floridita y le pregunté a un mu<strong>la</strong>to que estaba<br />

sentado en un portal (me pareció de confianza: quiero decir, sobornable; exactamente un billete<br />

de 10 dó<strong>la</strong>res) si había cerca alguna casa donde alqui<strong>la</strong>sen habitaciones. Me indicó una, dos<br />

calles más arriba; hasta nos acompañó y nos presentó a <strong>la</strong> negraza que regentaba el<br />

establecimiento. Había un saloncito central al que daban puertas de habitaciones, y que se abría<br />

al fondo en una especie de terraza sobre un jardín, pequeño pero con una vegetación<br />

exuberante. Había dos o tres parejas en aquel saloncito, bai<strong>la</strong>ndo al son de un antiquísimo<br />

aparato; viejos boleros, ah… Tú me acostumbraste cantaba Olga Guillot. Te tomé en mis brazos y<br />

bai<strong>la</strong>mos. La negraza vino hacia nosotros y sin interrumpirnos me metió en el bolsillo una l<strong>la</strong>ve,<br />

y con <strong>la</strong> mano nos indicó una puerta. Cuando te tuve -¡por fin!- abrazada a mí, y noté tu cuerpo<br />

en aquel ambiente cálido y provocador, sensual, con aquel<strong>la</strong> música que invitaba al amor, y con<br />

los daiquiris que llevábamos encima (aunque, de verdad, ni falta que hacían), soñé que el mundo<br />

era mío, te vi más hermosa que Ava Gardner en Cruce de destinos, que a <strong>la</strong> Hayworth en Gilda,<br />

que a Paulette Goddard en El gran dictador. Tu cuerpo emanaba un perfume muy excitante, te<br />

mecías en mis brazos con <strong>la</strong>nguidez y yo notaba tu cintura ir y venir en mi mano. Nuestros<br />

vientres se rozaban. Mientras Olga Guillot repetía Enséñame cómo se vive sin ti, cruzaste tus brazos<br />

en torno a mi cuello y pegaste tu cara a <strong>la</strong> mía. Sentí una erección de caballo. Tú también me<br />

sentiste, y apretaste más tus muslos y tu sexo contra el mío.<br />

-Te quiero –te dije, mirándote a los ojos.<br />

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